«En aquel tiempo, mientras iba subiendo Jesús a Jerusalén, tomando aparte a los Doce, les dijo por el camino: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer día resucitará”. Entonces se le acercó la madre de los Zebedeos con sus hijos y se postró para hacerle una petición. Él le preguntó: “¿Qué deseas?”. Ella contestó: “Ordena que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. Pero Jesús replicó: “No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?”. Contestaron: “Lo somos”. Él les dijo: “Mi cáliz lo beberéis; pero el puesto a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, es para aquellos para quienes lo tiene reservado mi Padre”. Los otros diez, que lo habían oído, se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús, reuniéndolos, les dijo: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos”». (Mt 20,17- 28)
Servir y dar la vida como rescate por muchos, esta es hoy la tarea y la buena noticia que nos trae la Palabra de Dios. Jesús con este evangelio nos abre la puerta a las preguntas: ¿para qué vivimos, para qué nos movemos y para qué existimos?
Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo es de las mejores cosas, si no la mejor, que se han escuchado por estos mundos. La escena que nos presenta San Mateo es, o parece, un reflejo de lo que nos pasa a los seres humanos. Ayuda a entender el por qué necesitamos ser salvados. Dicho de otra manera, por qué necesitamos que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo nos ayuden a salir de nosotros mismos y nos muestren quiénes somos y quiénes son los que nos rodean: hombres y mujeres solos en este mundo, abocados sin remisión a la muerte y necesitados de conocer el amor desinteresado del otro y de los otros, que nos abre las puertas del cielo, del más allá, de la plenitud. Necesitamos aprender a querer al hermano, al vecino, al compañero, al conciudadano, al adversario, al que no piensa como yo, al que es de otro pueblo, de otro país, de otra idea o religión, o al que es simplemente distinto.
Lo que nos relata San Mateo, según sube Jesús con los doce a Jerusalén, es lo que le están preparando los sumos sacerdotes y los escribas a Jesús. Cristo les anuncia a sus discípulos que le van a condenar y entregar a los gentiles para ser burlado, azotado y crucificado; les cuenta lo que va a suceder y lo que va a pasarle cuando lleguen a Jerusalén.
Esto que están escuchando los amigos, los doce, que es algo gravísimo, lo escuchan en un momento inoportuno porque los discípulos, como cualquiera de nosotros, están a otra cosa. Estamos a ver quién consigue poder, dinero, prestigio, reconocimiento —cada uno puede poner aquí lo que persigue o a lo que le da importancia en su vida. Unos buscando sentarnos a la derecha o la izquierda, otros peleándonos porque nos echan en cara que somos egoístas, otros queriendo que los otros cumplan la ley, cuando nosotros no la cumplimos… En fin, cada uno a lo nuestro, y cada pueblo y país también a lo suyo: poder, dinero, armas, explotación, guerras, etc., un sinfín de entretenimientos.
Demos gracias a Dios por el bien que nos ha hecho, dándonos la posibilidad de salir de nosotros mismos, mostrándonos que no estamos solos en el mundo, que merece la pena dirigir nuestros esfuerzos a escuchar, a sonreír, a tener en cuenta… En definitiva, a amar al otro, porque es lo único que merece la pena, el amor a Dios y el amor al Prójimo.
Alfredo Esteban Corral