«En aquel tiempo, Jesús estaba echando un demonio que era mudo y, apenas salió el demonio, habló el mudo. La multitud se quedó admirada, pero algunos de ellos dijeron: “Si echa los demonios es por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios”. Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo en el cielo. Él, leyendo sus pensamientos, les dijo: “Todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa. Si también Satanás está en guerra civil, ¿cómo mantendrá su reino? Vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú; y, si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero, si otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte el botín. El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama». (Lc 11,14-23)
Jesucristo se ha hecho hombre nacido de mujer, se ha encarnado, para redimirnos a todos los hombres de nuestros pecados, y darnos a conocer el amor que Dios Padre nos tiene. En esta tarea, el Señor ha venido a buscar muy especialmente a los pecadores, con quienes se ha hecho el encontradizo a lo largo de sus años en la tierra; y al encontrarlos, le ha salido al paso el demonio. El ángel caído que se rebeló contra Dios, y que no cesa en su empeño de hacer pecar a los hombres.
Ya desde el Sacramento del Bautismo, la Iglesia nos invita a rechazar al diablo y a sus acciones, consciente del mal que nos puede, y quiere, hacer. Antes de recibir las aguas bautismales, el propio bautizando si es adulto, o los padres y padrinos si no lo es, afirma su disposición de rechazar las insidias de Satanás, quien, como un mal amigo, un enemigo de nuestra felicidad y de nuestro bien, nos incita a no recibir la luz de la Fe, a dejar de amar a Dios.
Como no creen en Él, los que rodean al Señor en esta escena del Evangelio dicen que echa los demonios por el poder recibido del principie de los demonios, de Satanás. ¿Cabe mayor blasfemia?
El demonio hace todo lo posible para que el hombre no piense en el “reino de Dios”, el Reino que Cristo nos anuncia. Dios está con nosotros, quiere vivir con nosotros, se preocupa de nosotros, porque nos ama. Satanás, y los demonios con él, no soportan este amor de Dios a sus criaturas, a sus hijos, los hombres.
“El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia el equilibro moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de las confusas relaciones sociales, para introducir en nosotros las desviaciones que, con engaño, nos apartan de las grandes y nobles aspiraciones de nuestro espíritu” (Pablo VI, 15-XI-1972).
Ya en la tercera tentación en el desierto, el diablo ofreció el mundo a Cristo, a cambio de una adoración. Aunque el hombre había pecado, el mundo seguía siendo bueno, y de Dios. El diablo quiere apropiárselo engañando a los hombres, y a veces consigue que los hombres le “adoren”: “Muchas veces los hombres, engañados por el Maligno, se pusieron a razonar como personas vacías y cambiaron el Dios verdadero por un ídolo falso, sirviendo a las criaturas en vez de al Creador” (Lumen Gentium, n. 16).
El diablo triunfa en nuestra alma cuando nos hace sordos y mudos ante Dios; cuando no rezamos ni escuchamos la palabra de Dios; y ponemos todo el esfuerzo de nuestra vida en conquistas terrenales: dinero, poder, prestigio. Dejamos de amar, y nos convertimos en egoístas radicales que solo pensamos en nosotros mismos.
“Apenas salió el demonio, habló el mudo”. Y al hablar, alabó a Dios, lo adoró en un profundo acto de agradecimiento, porque recibe el “Reino de Dios”:“Pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”.
El Señor, que llevó con paciencia la petición de los habitantes de Gerasa para que abandonara su territorio después de la curación de otros dos endemoniados, esta vez manifiesta su autoridad. Y termina con una afirmación clara de su divinidad, de su misión salvadora en la tierra. “El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama”.
A muchos cristianos de hoy les cuesta aceptar la realidad del demonio; la presencia de un ser extraño del que sólo les suenan cosas extrañas, aparatosas. Además, apenas oyen hablar del diablo, de satanás, ni en homilías, ni a sacerdotes en las catequesis. Así triunfa el Diablo, porque prefiere que no se hable de él; que no se vea su acción en la atmósfera de corrupción social, política, sexual, familiar, que contemplamos en personas y en sectores de la sociedad.
“Digan lo que digan algunos teólogos superficiales —son palabras de Joseph Ratzinger— el Diablo es, para la fe cristiana, una presencia misteriosa, pero real, no meramente simbólica, sino personal. Y es una realidad poderosa (“el Príncipe de este mundo”, como le llama el Nuevo Testamento, que nos recuerda repetidamente su existencia), una maléfica libertad sobrehumana opuesta a la de Dios”.
La Iglesia nos enseña a rezar al Arcángel San Miguel “contra las insidias del diablo”. Y nuestro amor a María Santísima, que aplastó la cabeza de la “serpiente”, hará que abramos nuestro espíritu para recibir “el Reino de Dios”.
Ernesto Juliá Díaz