El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro…. Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les contesta: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: «Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: «Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré».
Jesús le dice: «¡María!». Ella se vuelve y le dice: «¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!». Jesús le dice: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”». María la Magdalena fue y anunció a los discípulo.” (Juan 20 1. 11-18)
Aquella mañana de Abril amaneció de amor. ¡Qué semana de Génesis pura! María, en la entrada de un sepulcro encontró la Puerta del cielo en su amado Jesús resucitado. Aún «estaba oscuro», pero ella vio la mayor luz que puede ver el hombre, la que alumbra ya su apagarse. Su tristeza se volvió alegría, su soledad se llenó de presencia, y la muerte que siempre separa, se transformó en abrazo de cercanía total, apasionado, que asustó a los ángeles y al mismo Jesús que tuvo que alegar la razón profunda del ágape: «suéltame, que aún no he subido al Padre». ¡Qué fuerza unificante tiene el amor! Y eso ya desde aquí abajo, ¿Cómo será cuando el amado está en el Padre?
Juan quiere hacernos ver que las lágrimas eran lo urgente para el Señor y los ángeles, y por eso las hace el primer objeto de sus preguntas. Pero bien sabían ellos que aquellas lágrimas brotaban del dolor de ausencia del amado. Y el Evangelista quiere que nosotros también nos preguntemos y descubramos qué había detrás del llanto.
Los ángeles, que no lloran, –como los hombres de antes–, podían haber dicho, mujer, deja ya tus gemidos y lágrimas. Tu amor es ahora mas seguro, más fuerte y cercano que hace tres días. Pero aquella mujer, que sabía de hombres y ángeles, porque la misma vida se lo había enseñado, en un gesto de la feminidad herida de amor, cumbre de un misterio que sí sabe llorar, se volvió y dejó a los ángeles; sentados en la piedra, dice Juan. Es difícil que los ángeles se sienten, porque no tienen posaderas, pero el mensaje es claro, estaban asombrados de la entrega de su Dios, resucitado de la muerte del hombre para llenar el amor humano, y tuvieron que sentarse. Cada uno ocupó su sitio, uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús. Tranquilos y tranquilizando, porque sabían que el castigo más duro de Adán, había terminado, y Dios manifestaba de nuevo la misericordia y el amor creativo
¡Qué espectáculo debió ser para los ángeles ver a una mujer llorar de amor! ¡Llorar de ausencia, pero también de la cercanía del amado! Ellos sabían que El estaba allí, a su alcance, antes de que ella lo viera. María solo intuía, pero lo comprobó enseguida, porque las intuiciones del amor, son la vida misma. «Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Era suyo, vivo o muerto, lo tenía como suyo y para siempre. El amor no sabe de tiempos ni de circunstancias. Y aquel grado de ágape que María Magdalena estaba estrenando el primer día de la semana del tiempo nuevo, y también el último día del tiempo viejo, era ya amor eterno, el de Verdad.
No sé como la Iglesia no ha corregido un poco la fórmula matrimonial del sacramento del matrimonio. La mayoría de los novios, cuando van a casarse, se han jurado amor eterno más allá de esta vida y de esta muerte, bajo testigos astrales tan lúcidos para esos temas, como la luna, alguna estrella, o un espacio celeste lleno de ellas. ¡Y eso antes de decirles a los hombres en un templo que sí, que se quieren! De hecho Jesús aludió a subir para librarse del abrazo de María, que probablemente –como la mayor tentación que tuvo–, lo estaba reteniendo pegado a la tierra, al cuerpo de su amada, la Iglesia naciente. Pero la relación amorosa iba a ser de otra forma desde entonces. No en un abrazo, de fuera a fuera, sino fontal, brotando del mismo manantial de la vida.
Solo hizo falta un nombre, María, y como ocurre en el Bautizo, la piedrecita blanca de su amor (Ap 2,17), le quedó marcada con su nombre nuevo, nombre conocido de otros, pero secreto en su forma y matiz de proclamarlo a voces que tenía Jesús. Y hasta qué profundidad de la identidad propia llegó aquella voz, ¡hasta la eternidad! Tras el abrazo, Él quedó encaminado al Padre, y ella a los hermanos, las dos puntas del amor que se unieron aquella mañana en que nació la Iglesia. De aquel anuncio, de aquel Evangelio, vivimos aún, y morimos aún. El círculo de la vida, el alfa y la omega de la Palabra, el principio y el fin del universo que se nos ha dado conocer al hombre, se unieron en aquella liturgia del primer encuentro de pascua.