Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo; y Jesús, sabiendo que el padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándolos con la toalla que se había ceñido. Llegó a Simón Pedro, y este le dijo: “Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?”. Jesús le replicó: “Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Pedro le dice: “No me lavarás los pies jamás”. Jesús le contestó: “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”. Simón Pedro le dice: “Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza”. Jesús les dice: “Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos”. Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: “No todos estáis limpios”. Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (San Juan 13, 1-15).
COMENTARIO
Desde mi ignorancia teológica, solo parangonable a mi atrevimiento, me he preguntado a veces por qué un signo tan potente como era y sigue siendo el lavatorio de los pies no se ha convertido en un sacramento, el octavo, para la Iglesia. Imagino que me lloverán respuestas de toda índole. Pero insisto en la pregunta. ¿Qué valor hay que atribuirle a este logión: “…os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”? ¿Acaso en la Eucaristía no se acoge el “haced esto en memoria mía”? (Mt 26 26; Mc 14 22; Lc 22 19). María no ha retirado su “Haced lo que él os diga” (Jn 2 5). La orden doble, de Jesús y de María, nos apremia a lavarnos los pies entre nosotros. Puede ser una vez al año, como preceptuaban los “mandamientos de la Santa Madre Iglesia” respecto a la comunión y confesión, lo que redunda posiblemente en solemnidad y expectación; pero también puede frecuentarse, incluso de forma continua.
Dado que la Sagrada Liturgia prescribe un ritual anual, habrá de ser el legislador universal quien propicie incrementar su frecuencia. Pero, valga por lo que valiere, muchas reformas de derecho eclesiástico han surgido desde el pueblo llano.
Se puede decir, con razón, que la actitud de reconciliación expresada por el lavatorio de los pies ya está incorporada a la Santa Misa, con el reconocimiento de los pecados, el rito de la paz que comporta el “ponerse a buenas con tu enemigo” al dictado del mandato de Jesús frente a la hipocresía (Mt 5, 24-25) y con la propia comunión eucarística. Pero subsiste el ejemplo dado por Jesús. Él se despojó de todo, de lo que bajo ningún concepto se puede retener – la túnica – y él, personalmente él, no por delegación, se aplicó a la servil labor de lavar los pies. Y todo es por amor. Un amor objetivado en este proceder. Sabía que había llegado su hora, era plenamente consciente del dramatismo del momento; los amó hasta el extremo, sentimiento que se apoderó de su interior no de sus palabras, y pasó a la acción, se aplicó a lo que había resuelto en su interior. Nos quiere contagiar esa forma de amar con hechos.
No se me escapa que todo esto ocurrió entre y con los discípulos. Posiblemente ese perímetro de personas, a las que ordena que lo imiten por la simple razón de que él ha dado ese ejemplo, queda fortalecido; hablamos, pienso, de la vida comunitaria.
El amor hasta el extremo se hace patente en la vida de comunidad que, más allá de los consejos evangélicos –pobreza, castidad y obediencia–, propone un estilo de vida que ha de caracterizar a los discípulos, “para tener parte” con Él.
La vida en comunidad es inexcusable, y con ella aparecerá la suciedad. Cierto que la organización de la vida comunitaria en un Instituto o Casa, es algo opcional o inherente a determinadas sociedades o carismas; pero lo que no es opcional es aquella primera advertencia: “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2 18). Y habremos de releer el pasaje de la oración comunitaria, cuando dos o más se reúnan en mi nombre (Mt 18 19), en esa misma clave de no-soledad.
Al hablar de la familia como “iglesia doméstica” (nº 220 del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia) no deberíamos olvidar que la familia es una “comunidad de discípulos”, donde la única forma de ser fieles a Jesús – si me amáis cumpliréis mis mandatos (Jn 14 15) – es imitarlo. Es, por tanto, necesario reproducir, también en la familia y de continuo, el lavatorio de los pies (incluida la evocación íntima que los pies simbolizan). El bautismo ya ha hecho su trabajo “Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio” pero el caminar cotidiano requiere que los pies sean lavados. Esa acción, importa mucho, ha de ser hecha “por” los otros. No hay lavatorio sin interacción entre los discípulos, visibilizando que el amor limpia.
La duda de Jesús sobre la comprensión de su comportamiento (no gesto), sigue golpeando nuestra conciencia. Está en juego el haberlo reconocido o no como El Señor y El Maestro.
¿Qué tal un lavatorio de pies en la propia casa, en la propia familia, en la pequeña iglesia doméstica?