«En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: “¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Estos recibirán una sentencia más rigurosa”. Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos, les dijo: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”». (Mc 12,38-44)
Día de controversias aquel martes santo, según la última semana de Jesús que nos regala Marcos. Para entender el mensaje conviene leer el contexto de aquel día que comenzó viendo seca la higuera, maldita el día anterior al pasar desde Betania. Marcos sitúa este día, un último encuentro de discusiones fuertes entre Jesús y los escribas, fariseos, saduceos, herodianos, etc.
Claramente Jesús elige y elogia la humildad, opta por los pobres, los que lo entregan todo, aunque su todo parezca muy poco. Se acabaron para Él y los suyos el ornato estéril, la piedad enfundada en largos y costosos vestidos, la palabrería y reverencias inútiles. Una pobre viuda, a la que seguramente habían saqueado los temibles y pomposos escribas, so pretexto de largas oraciones por su esposo difunto, le sirvió para decirnos cómo debemos actuar en su presencia, en su nuevo templo de verdad y gracia.
Para los buscadores más atrevidos de su rostro y sus gestos, los que buscamos contemplar y traducir su alma de hombre, Marcos nos da una pista en la dirección de los ojos de Jesús. ¿Qué le gusta a Él mirar en su Iglesia? No son trapos bordados en oro, o campanillas de plata. Ni oraciones «de pago», con mucho precio y poco valor. A Él y a su Padre le gustan las cosas que nacen de un corazón limpio, humilde. ¿Y nosotros qué? ¿Cómo lo hacemos?¿Son nuestros templos y nuestro servicio litúrgico como le gusta a Dios? Vale la revisión.
Pero la postura del Maestro, sentado en un rincón del templo, enfrente del tesoro, mirando la fila de gente pasando por aquel cepillo que ponía a cada uno en su sitio aparente ante la Ley, según su generosidad monetaria y su económico amor a Dios, hoy nos dice algo más. Jesús es compasivo hasta con los ricos ostentosos. Jesús sabe aguantar y esperar, dialoga incluso con los que está seguro que no lo van a recibir, ni aceptar, con los que sabe que dentro de tres días lo van a crucificar. La controversia era clara. Un día antes había hecho un látigo de cuerdas y arrojado del mismo templo a los vendedores. Hoy el látigo fue su palabra. Y fue una Palabra ensalzando lo positivo, lo pequeño hecho con temor y respeto de Dios.
El drama de Jesús era, y sigue siendo, el amor. Su misma esencia personal fue su mayor sufrimiento, porque ni siquiera podía renunciar a ella. Conocía el amor del Padre, y suyo propio, por aquel pueblo que llevaba su imagen grabada en el alma. Como la imagen del César estaba en las monedas, Israel, en todas sus costumbres y leyes, llevaba la luz del Verbo de Dios. Aquel pueblo creado para la santidad, incluyendo a sus dirigentes, no tenía otro sentido de existir que el amor y la misericordia de Dios. Su no reconocimiento, y su rechazo, fueron con seguridad el mayor sufrimiento de Jesús.
No hay baremo más fiable para el amor que el sufrimiento por la persona amada. Un padre sufre más por el quebranto o extravío de un hijo que por el propio dolor. El mayor sufrimiento de un amante es el olvido y desprecio —¡no digamos el odio! — de la persona amada. Desde esa óptica, el mayor sufrimiento de Jesús debió ser el desprecio y extravío de su pueblo. En su esencia divina no podía sufrir, ni fracasar, ni dejar que alguien se escape de su vista. Eso es cosa de hombres, y como hombre que era, le echó una mano a Dios para llevar a plenitud aquel invento de que la puerta y medida del amor sea el sufrimiento. ¿Hasta dónde me quieres? ¿Cuánto me quieres? Es una ingenua pregunta que hacen los padres y los amantes para cuantificar lo eterno. Pero Jesús se lo tomó en serio. Y si sufría al ver la desgracia y la muerte física de un ciego, un leproso, una viuda…, ¡cuánto más sufriría viendo la ceguera y muerte espiritual de aquellos que deberían estar esperándolo, y para los que traía todas las bendiciones prometidas en miles de años por su Padre!
Cuando les tuvo que decir: «esos recibirán una condenación más rigurosa», a nosotros muchas veces nos suena a justicia y venganza, a castigo justo, y a ¡que se aguanten por malos! Pero el tono de su voz nos hubiera dado, quizás, otros matices de sentimientos de su corazón de Dios. «¡Cuántas veces intenté acogerte bajo mis alas, como una gallina a sus polluelos!». No hubo manera.
Quién sabe cómo lo habrá resuelto desde el cielo, pero en el submensaje de la Palabra de hoy debería proclamarse la salvación hasta de los ricos. La mayor riqueza de la humanidad es ser imagen de su Creador, su Padre, su Dios. Y el troquel donde se perfila esa imagen es la misericordia y la compasión. ¿Cómo puede haber alguien en la puerta del cielo, dando paso o impidiéndolo, que no sea misericordioso y compasivo?
Manuel Requena