«En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: “No llores”. Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: “¡ Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”. El muerto se incorporo y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: “Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo”. La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera». (Lc 7,11-17)
El Dios que es amor compasivo y quiere que vivamos se manifiesta aquí a través del signo milagroso de Jesús sobre el poder de la muerte. Por eso, la multitud proclama espontáneamente a Jesús como “un gran profeta que visita a su pueblo.” Esta proclamación es un eco del gran profeta de Israel, Elías, quien también resucita al hijo de la viuda de Sarepta, “dándoselo a su madre” (1º Re 17,23).
Tocamos el corazón del ministerio liberador de Jesús, en sus propias palabras: “Los muertos resucitan” (Lc 7,22). En una sociedad patriarcal, aquella mujer no era “nadie” sin la presencia de un hombre. El gesto compasivo del Maestro levanta a una pobre viuda de la desolación a la vida de su corazón, y de la pobreza a una subsistencia digna.
No veamos en el milagro primeramente una prueba de la divinidad de Jesús, sino más bien una realidad ya presente en su humanidad, misterio liberador. El poder del Reino irrumpe para siempre en nuestra historia. El camino de la muerte en la desesperanza del cortejo fúnebre se transforma en misterio de vida para siempre. La necrópolis final (ciudad de muertos) queda suplantada en la conciencia cristiana por el koimeteros (literalmente dormitorio, de donde viene “cementerio”): “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25).
También debemos prestar atención al paso compasivo y sanador del Maestro delante de nuestros ajetreos cotidianos, al igual que pasó ante aquella desconsolada viuda. En efecto, el Evangelio está lleno de la presencia de Jesús allí donde hay dolor y sufrimiento. Que no nos olvidemos de la oración fundamental: “dar gloria a Dios”, porque “Dios sigue visitando a su pueblo”.
Germán Martínez