En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si tu hermano peca contra ti, repréndelo estando los dos a solas. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano.
En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos.
Os digo, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». (Mateo 18, 15-20)
La Palabra de Dios, en este día de hoy, parece dirigirse especialmente a sus fieles, a todos aquellos que intentan seguir los pasos de Jesucristo. Comienza el evangelio de San Mateo con las palabras de Jesús: “Si tu hermano peca….”. Este “tu hermano” parece dirigirse en primer término a las primeras comunidades cristianas, en las que todos eran hermanos en la fe, pero que también atravesaban por problemas, que a veces se traducían en disputas y rencillas entre ellos. Por otro lado, no diferentes en el fondo a los que ha tenido que enfrentarse la Iglesia a lo largo de toda su historia.
Qué he de hacer si en mi comunidad, en mi pequeña Iglesia, alguno de mis hermanos me ofende en aquello que mi naturaleza rechaza perdonar. El Señor trata de sanar nuestro corazón, primero en la esfera de los que comparten nuestra fe, para que después podamos amar, perdonar y corregir en la verdad al resto del mundo, que es como saltar a la “arena” para librar el buen combate de la fe, como dijo San Pablo. Si no amamos a los nuestros cómo lo haremos con los demás.
Jesucristo incide en este evangelio de San Mateo en una verdad que nos suele incomodar y violentar, hasta el punto de querer muchas veces soslayarla. El amor siempre está a favor de la verdad, o viceversa. Amar e intentar corregir transitan por el mismo camino. Si queremos a alguien no podemos dejar pasivamente que se aproxime al precipicio. Debemos manifestar la verdad revelada y administrarla con misericordia y paciencia, respetando siempre la libertad. Si lo hacemos de otro modo, violentando, la verdad deja de ser instrumento del amor.
La Palabra de Dios nos anima a vivir la fe en comunidad, porque de esta forma se encuentra protegida, amparada y alimentada. En la Iglesia podemos escuchar la verdad, se nos ayuda a conocernos a nosotros mismos y a enderezar nuestro caminar. No se nos adula para quedar bien ni se nos engaña interesadamente. En la comunidad podemos ser libremente nosotros mismos, porque los hermanos nos conocen y nos quieren como somos, tal y como se manifiesta el amor de Dios al hombre. Se ve la corrección como una ayuda, un acto de amor y no un ataque.
Los beneficios de la corrección fraterna se extienden por sí solos al resto de las personas, porque en primer lugar se traduce en ser mejores hombres que se afanan por estar unidos en la voluntad de Dios, y esto trae consigo que nuestra vida ilumine la de los demás, incluyendo a los alejados. En el fondo la conversión es una corrección de nuestra vida, cambiar la mirada, volvernos a Dios y dejarnos llevar por su amor.
Esta labor, propia de la Iglesia, de corregir en el perdón, de atar y desatar, es una misión que Jesucristo en persona encomendó a sus discípulos, a Pedro y a toda la Iglesia por extensión.
La Sagrada Escritura nos dice que “El Señor reprende a los que ama”. También revela que “donde dos o más se reúnen allí estoy yo, en medio de ellos”. Así mismo afirma que lo que la Iglesia ate atado queda y lo que desate desatado está. Esta llamada debe desarrollarse con amor, en oración y comunión con el Espíritu Santo, en favor de una regeneración continua de la Iglesia, para que su voz pueda llegar con autenticidad y cercanía a todas las personas.
Es cierto que actualmente la, sociedad rechaza frontalmente la idea de ser corregido. Entre otras cosas porque choca con el “pensamiento único” y el “dejar hacer”. Que cada uno haga con su cuerpo y su ser lo que quiera. Al colocarse el hombre en el lugar de Dios, ya nada ni nadie tienen derecho a ponerle impedimentos. La sociedad sólo establece unas leyes mínimas para mantener el sistema, que por otro lado está abocado al fracaso y la autodestrucción. El hombre contemporáneo rehúsa la disciplina, como si de un ángel se tratara.
El cristiano se sitúa, de esta manera, ante un muro que no puede derribar con sus fuerzas. Pero nuestra “responsabilidad” y salvación se basan fundamentalmente en el anuncio de la Verdad. Llegados a este punto, el pecado del otro no recaerá sobre nosotros. Que el prójimo se arrepienta y cambie está en manos de Dios, no es mérito ni demérito nuestro. Si debe preocuparnos el que nuestras palabras correspondan con nuestra vida y no ser causa de escándalo.
El Señor siempre nos anima, sea cual sea el mundo o el momento que vivamos, a mantener siempre la esperanza, basada principalmente en la promesa de que Él estará con nosotros hasta el fin del mundo. Cuanto más cerca estemos de esta verdad, de la voluntad de Dios, más paz, descanso y serenidad vendrán a nuestra alma. Podremos llevar la cruz de cada día y nuestra misión como hijos de Dios, como si se tratara de un bien que nos regenera y acerca al Señor.
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