«Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos y les dijo: “He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros, antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios”. Y tomando una copa, pronunció la acción de gracias y dijo: “Tomad esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid, hasta que venga el reino de Dios”. Y, tomando pan pronunció la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía”. Después de cenar, hizo lo mismo con la copa, diciendo: “Esta copa es la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros”». (Lc 22,14-20)
Este texto evangélico nos introduce en el mismo corazón de la misión redentora de Jesús: su Pascua redentora anticipada en su última cena pascual. Esta cena pascual hunde sus raíces en la pascua de Éxodo que en esta “hora” celebra Jesús con sus discípulos. Es el éxodo de Jesús y su vuelta al Padre. Esta cena sigue los pasos siguientes: a) El cabeza de familia rememora la historia del éxodo judío; b) Viene la comida en la que se comparte el pan, y al final de esta, se bendice la tercera copa de vino. Jesús le da un nuevo significado a esta cena pascual: el sentido salvífico de su propia muerte para una alianza eterna. Así, la Eucaristía sustituye la Cena pascual.
Jesucristo es el sacerdote por excelencia, no levítico sino profético. De este sacerdocio participamos todos los cristianos a través del bautismo; el sacerdote además participa por su vocación y consagración como presbítero. Quedamos engarzados en el misterio pascual de Cristo, que significa la donación total de sí mismo. Esta donación llega a su plenitud en la Cruz gloriosa. Este es el modelo acabado de nuestro servicio, según la propia vocación de cada uno. Transformados por el amor de Jesús, todos estamos llamados a vivir nuestro sacerdocio imitándolo a Él.
Germán Martínez