Las charlas del abuelo
Durante el paseo de aquella mañana, me propuse hacer volar
la imaginación de mis dos nietecillos hacia los insondables y fascinantes abismos del amor de Dios, creador
de ese enigmático ser capaz de
contradecirle, que se llama hombre.
Comencé mi relato hablándoles de la estupenda idea que Dios había tenido para dar por finalizado su plan
creador: crear a alguien que pudiera ser amigo suyo
—¿Os imagináis? —les decía—. El hombre iba a ser el amigo de Dios.
—¿Y no es eso mucho, abuelo? —me preguntó Celia con esa inocente clarividencia tan propia de ella.
—Claro que es mucho. Es tanto, que Dios se iba a obligar a hacer un ser que fuera inteligente y libre para que pudiera conocerlo y quererlo. Se iba a parecer mucho a Dios.
—¿Es que el hombre no iba a salir de ese puntito que decías? —interrumpió Rufo haciendo referencia a la charla anterior sobre el “Big-bang”.
—Claro que sí —continué—. Todo lo que es materia en el mundo empezó en ese dichoso puntito. Lo que pasa es que en el hombre no todo es materia. Muchos millones de años después de lo del puntito empezaron a nacer los animales. Todos actuaban por instinto, de acuerdo con lo que cada cual era y sin poder salirse del plan de Dios. Los animales superiores eran tan perfectos que casi parecían hombres, aunque todavía no lo eran.
—¿Y cuándo apareció el hombre, abuelo? —inquirió curiosa Celia.
—Pues no te lo puedo decir, porque no lo sé. Lo único que puedo deciros es que Dios tenía que intervenir para que apareciera el primer hombre sobre la tierra; lo mismo que intervino cuando creó el puntito de materia. Y no sólo eso; Dios interviene personalmente cada vez que se forma un hombre nuevo.
—¿Eso quiere decir que Dios tiene que hacer algo para que nazca cada niño?
—Así es, Celia. Para que haya un niño, tiene que intervenir Dios personalmente y colaborar con el papá y con la mamá. Por eso Dios, que es espíritu puro, pone algo así como un trocito suyo, como un soplo especial, dentro del vientre de la mamá en el momento en el que ha recibido la semilla del papá. Por eso el niño tendrá cosas que le hagan parecido a sus padres y, también, otras por las que se parezca a Dios; es decir, que está hecho a “imagen y semejanza” de Dios, como dice la Biblia.
—Eso de parecerse a Dios es muy importante, ¿verdad, abuelo?
—Claro Celia, es importantísimo porque, al ser semejante a Dios, el niño podrá hacer cosas que ningún animal puede hacer, como por ejemplo razonar, elegir entre lo bueno y lo malo con libertad. Y, sobre todo, cuando acabe su vida en el mundo, podrá ir a vivir para siempre con su padre Dios en un sitio donde todo es amor y alegría, paz y felicidad. Estará con todos a los que quiere y no acabará nunca de pasarlo bien.
—Todas estas cosas se cuentan de una manera muy poética en la Biblia, que es un libro inspirado por Dios a las personas que lo escribieron. Por eso, todo lo que dice son verdades que sirven para los hombres de todas las generaciones.
—Por ejemplo, el relato de Adán y Eva no es exactamente histórico, pero sí es verdad lo que querían transmitir sus autores, y es que la mujer y el hombre son iguales porque los dos son hijos de Dios. Pero al mismo tiempo tienen cosas diferentes que hacen que se necesiten, se complementen y se quieran mucho. Para contar esta idea, que es la verdad y lo importante, Dios inspiró un cuento muy educativo: el de Adán y Eva.
—El autor dice que el primer hombre, Adán, se paseaba por el paraíso en el que Dios le había puesto, pero que se aburría un poco porque no podía hablar con nadie. Se sentía solo. Necesitaba querer a alguien como él, pero no existía.
—Entonces, Dios se dio cuenta y dijo: “¡Anda! pues es verdad; no es bueno que el hombre esté solo”. Y, como Dios lo puede todo y es muy bueno, decidió dar al hombre una compañera.
—Como el autor de la Biblia no sabía cómo nació la primera mujer, Dios le inspiró una manera muy poética con la que quería que quedase claro lo importante: que la mujer es igual que el hombre. Por eso dice que, cuando Adán estaba dormido, Dios le quitó una costilla y con ella formó a la mujer; y que al despertarse y verla, se puso muy contento y dijo: “Esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos.” Por eso la quiso muchísimo; ella también se enamoró de él y empezaron una vida muy feliz,
juntos en el paraíso. Esa buena vida es la que quería Dios que viviéramos todos los hombres.
Caminábamos los tres cogidos de la mano, yo en medio de ellos. De vez en cuando me llenaba de satisfacción mirarlos a la cara y observar sus ojos brillantes, gozosos y alegres, síntoma del buen rato que estábamos pasando juntos, charlando de esas cosas tan estupendas que Dios hace.
—Bien —terminé—; pues ya es hora de que nos despidamos. Si volvéis en otro momento os seguiré contando lo que pasó después.
Con su natural alegría, salieron disparados hacia la casa, que se divisaba al fondo, compitiendo en una carrera para ver quién llegaba antes.