San Juan, en el capítulo sexto de su evangelio, nos habla insistentemente del Pan de la Vida. Jesús sacia el hambre de los cuerpos en la multiplicación milagrosa de los panes y los peces, y luego pasa del signo que lo precede a la realidad:» Yo soy el Pan de la Vida» Aquellas palabras produjeron un gran escándalo entre los que lo escuchaban porque no podían «digerir» aquello. Pero Él no modifica ni un ápice su discurso y reitera hasta tres veces esta afirmación; nos da su propio Cuerpo y su propia Sangre como alimento. Los judíos no pudieron aceptar el discurso de Jesús y se apartaron de Él, creyéndolo casi un loco. Todos le abandonan, excepto los suyos, los que le han seguido en todo momento, los que se han adherido a Él por la fe y, aunque no entienden estas palabras, lo siguen incondicionalmente: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna». Han aceptado de tal modo a Cristo en su corazón que someten incluso la razón, ya que su fe en Jesús está por encima de todo.
Esta actitud del corazón es la que debe existir en el pueblo cristiano: fiarnos de Él. Actualmente la fe no está de moda; todo hay que someterlo al juicio de la razón. Pero hay una relación intrínseca entre vida eterna y fe. No se puede dar la una sin la otra. El germen de fe que se nos dio en el bautismo hay que incrementarlo constantemente y pedirlo con insistencia en nuestra oración. Recibamos la Eucaristía con profundo agradecimiento, reconociendo nuestra propia indignidad y creyendo firmemente que es el verdadero alimento que nos comunica vida eterna, que nos la hace degustar en primicia ya en esta vida. Teniendo a nuestro alcance tan gran banquete reconozcamos en él el misterio de nuestra fe y no desfallezcamos de inanición.
Isabel Rodríguez de Vera