Nueve meses duró la espera del segundo Advenimiento del Mesías para José y María. El primer Adviento era la esperanza de Israel y llegó con el sí de María, pero de una forma tal, que todo parecía nuevo, distinto. Así empezaba el nuestro con José, que lo espera y encuentra a Él en las cosas de cada día, hasta que llegue el tercero y último, el gran Advenimiento en el que no solo entrará Él en nuestra tierra, sino que hará de nosotros la suya, su cielo.
Para José y María todo se hizo nuevo en su vida ordinaria, desde tejer las ropitas del niño, hasta asimilar la presencia en sus almas del Espíritu, que a cada uno le tiene su función concreta en la espera y la llegada. En José todo cambió desde su aceptación de la palabra del Ángel, y en silencio admirativo, asombrado, acogiendo a su esposa embarazada por obra del Espíritu Santo. Juntos vieron la realidad del Mesías sobre la tierra. Pero, ¡Ay!, sus formas y su estilo fueron muy distintos a su idea, confirmada además por el ángel. El esplendor de fuerza, y el dominio sobre todas las naciones que pensaban, tendrá que seguir unido a la esperanza de una tercera y última venida.
Hoy, como si fuera una broma del Dios omnipotente, nos toca esperar su llegada en las cosas pequeñas y ordinarias de cada día, y buscarlo en la humildad en que le gusta esconderse. En eso el maestro es S.José.
Siglos llevaba el pueblo esperando ¡Y allí estaba! ¿Qué hacer ahora para agradar a Dios? Se lo preguntaría José, como nosotros, porque para los sentidos de la carne, allí solo había lo que veía. Lo demás era todo gracia, y conocerla dependía de la fe. ¡Ese fue el gran salto de José, que prende aún la Iglesia! Y se ponen muchas luces y velas para empujarnos a buscar bien, en cada rincón, porque con seguridad, Él está aquí.
El anuncio a José de que Dios estaba allí, escondido aún en el vientre de María, cambió su modo de pensar sobre cómo lo imposible para el hombre, era posible para Dios. Y no solo en una teología de la verdad noética, que escribían los sabios en los libros, sino en una realidad que impregnaba sus vidas y que exigía preparativos, cuidados, apertura del corazón. Venía alguien que se podía tocar, ver y escuchar aunque solo fuese en su llanto al principio. Un niño que dormía en un pesebre arropado con manticas de vellón, y necesitaba pañales, en una cuna cómoda, real, en cuanto se pudiese. Al principio solo bebería leche de la madre, pero enseguida querría también requesón y miel, y eso lo tenía que proveer José.
Para nosotros el Adviento solo son cuatro semanas, pero a José le duró nueve meses eternos. Fue su tiempo de entrenamiento para enfrentarse una noche, cara a cara, con la mirada de su Dios en los ojos de un niño. Y acabó en alegría del corazón y verdad de la mente sensata lo que al principio, con la sola noticia de María, le había parecido una locura. En ese tiempo hizo su conversión José. Pasó de ser un justo judío, al primer justo cristiano para la eternidad, prototipo de toda “metanoia” o cambio, que modifica nuestra forma de pensar y sentir sobre Dios y uno mismo. No es solo un cambio conductual, o una modificación de nuestros malos hábitos, porque eso caerá por sí solo al aceptar la forma que Dios elige para hacerse presente en nuestra vida. Este año incluye el pensamiento sobre el entorno natural, el sentimiento y relación con las personas cercanas, y con el mundo angélico que tenemos tan olvidado. A Pablo de Tarso le envolvió la luz de la Verdad camino de Damasco, y a José, muchos años antes, mientras dormía, el ángel del camino se le metió en su sueño, grabándole palabras en el alma a punta de gracia. Serían el fundamento del resto de su vida y la de todos los hombres de buena voluntad.
Para María y José, la que sería Luz de la Iglesia y sus santos, se hizo tan cercana como un niño recién nacido, necesitado de alimento, cariño, pañales y voces envolventes de los padres que dan seguridad. Lo que desde siempre hace Dios con nosotros, nacernos y cuidarnos en nuestros padres, José y María lo hicieron con ese mismo Dios. ¡Hasta un nombre nuevo le pusieron como les dijo el Ángel! Yeshúa hamashiaj, Jesús el Mesías, Salvador de su pueblo.
La experiencia de María y Jośe fue única. Por muchas luces que pongamos, o panderos e instrumentos que hagamos sonar, para hacer Navidad nos conviene algún rato en soledad ante el Dios de la conciencia, el ‘lugar’ escondido que el Padre ha dado a cada uno para encontrarnos con Él y con su Hijo. Después quizás vendrán pastores y vecinos, magos de oriente, camellos, misa del gallo, polvorones y abrazos a mansalva, -con la mascarilla-, pero si no precede encuentro en soledad, no hay Navidad. Y en ese mundo suyo de silencio, las cosas no son siempre como nosotros las queremos, sino como las quiere Dios. Hay quienes teniendo de todo, carecen de lo esencial, y quien no teniendo sino una soledad alumbrada de fe, lo tiene todo.
A estos les saludo, y comparto palabras de oración.