“Decía Jesús a sus discípulos: “Un hombre rico tenía un administrador, a quien acusaron ante él de derrochar sus bienes: Entonces lo llamó y le dijo: “¿Qué es eso que estoy oyendo de ti? Dame cuenta de tu administración porque en adelante no podrás seguir administrando. El administrador se puso a decir para sí: ¿Qué voy a hacer, pues mi señor me quita la administración? Para cavar no tengo fuerzas, para mendigar me da vergüenza.” Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa”. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi amo? Este respondió: “Cien barriles de aceite”. Él le dijo toma tu recibo; aprisa siéntate y escribe cincuenta”. Luego dijo a otro. ¿Y tú, ¿cuánto debes? Él respondió: “Cien fanegas de trigo”. Le dice: “Toma tu recibo y escribe ochenta”. Y el amo alabó al administrador injusto, porque había actuado con astucia. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz” (San Lucas 16, 1-8).
COMENTARIO
Parece como si en esta ocasión nos faltaran datos para resolver la cuestión de esta alabanza de Jesús, que parece justificar los trapicheos de su administrador para salvar la situación derivada de su despido por derrochar los bienes de su amo que estaban a su cargo. Y no parece que debamos quedarnos sin más, con la explicación simplista de las obras de caridad que este realizó con los deudores de su amo, rebajando sin más los importes de las deudas que debía cobrar, sin consentimiento expreso de su amo, lo que, evidentemente, excede con mucho de lo que entendemos por una recta administración de bienes ajenos.
Algunos autores resuelven lo insólito del hecho, con la explicación que las cantidades rebajadas a los deudores de su amo, coincidía con los estipendios que el administrador establecía por su cuenta y en su propio y exclusivo beneficio al margen de las tarifas que debía justificar por tales transacciones, de modo y manera, que, con tales muestras de generosidad con los deudores, para nada perjudicaba las cuentas que debía rendir con su amo por razón de los negocios que le administraba.
Pero no parece que sean estas las razones de Jesús para alabar la conducta del administrador infiel, ni la obra de caridad, pura y simple, que no parece probable, ni la renuncia al sobreprecio torticero que en su propio beneficio pudiera haber establecido el administrador infiel, parece que puedan justificar la alabanza a la astucia de “los hijos de este mundo” puesta en labios de Jesús.
Más bien parece que Jesús, al alabar la astucia ejercitada para hacer el mal, la pone en relación con la otra astucia que el añora en los hombres, es decir, pura y simplemente, la astucia para hacer el bien, pero en todo caso, sin faltar a la verdad, a la fidelidad, y al amor.