En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua.
Y mirando al cielo, suspiró y le dijo:
«Effetá» (esto es, «ábrete»).
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.
El les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos.
Y en el colmo del asombro decían:
«Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos». Marcos (7,31-37):
Dios no es una entelequia que se escapa a nuestros sentidos. Como no podemos atraparle con nuestra inteligencia, unos dicen que no existe y otros sufrimos grandes periodos de dudas y de oscuridad. Pero Dios está cada día trabajando como dice el Salmo: «No duerme ni reposa el guardián de Israel». Jesús siempre está en movimiento y siempre que Jesús se mueve busca a alguien a quien «mirar» a quien «sanar». En hebreo la raíz de sanar es la misma que la del verbo crear –de la nada– utilizado cuando se refiere a Dios. Jesús recrea a aquel al que se le presenta con fe.
Todos los días se asoma a nuestra vida buscándonos. Hoy el Señor nos hace ver, como a Nicodemo que tenemos que nacer de nuevo. ¿Por qué? Necesitamos recuperar nuestra forma de hablar. Apenas podemos hablar justificando, bendiciendo, amando… Desde que el pecado habita en nosotros nuestra lengua se justifica, agrede, chilla, murmura, juzga, maldice… Cada letra tiene poder, porque Dios le dio vida y muerte a la Creación por medio de las letras que componen las palabras. Así nuestras palabras tienen el mismo poder de crear o destruir, de maldecir o bendecir, de odiar o de amar, de rechazar o recibir, de saludar o despreciar, de quitar o añadir, de elegir o destituir. Necesitamos que Jesús mezcle su saliva con la nuestra para que la «Palabra» hecha carne purifique nuestra lengua y ésta cumpla la gran misión que tiene de proclamar la Palabra y de bendecir.
En segundo lugar necesitamos que se abran nuestros oídos para que –como dice Isaías– podamos escuchar como los discípulos y así descubrir la voluntad de Dios en nuestras vidas. Hoy Jesús se encarna en la Iglesia y le da este poder de acogernos, de llevarnos a solas, de rescatarnos del ruido del mundo para poder clamar: «Effetá» y desatar nuestra lengua y abrir nuestros oídos a la vida para que podamos decir ante este mundo que: «Todo lo ha hecho bien».