“El que siembra con largueza, con largueza cosechará”
Una de las grandes preocupaciones de la Iglesia de todos los tiempos ha sido la transmisión de la fe a la siguiente generación. Hoy día, esta preocupación se torna apremiante debido al masivo éxodo de personas que están abandonando la Iglesia, yéndose a las sectas o dejándose arrollar por el relativismo imperante en la sociedad. Y son sobre todo los jóvenes los más vulnerables y expuestos a las nuevas corrientes.
Leyendo hace unos días el libro de Vincenzo Brosco sobre la figura de San José, titulado Il Custode del Messia, me ha motivado a escribir estas reflexiones dirigidas sobre todo a los padres que tienen a su cuidado la educación de sus hijos. Para ello vamos a recorrer brevemente algunos de los episodios evangélicos en los que se pone de relieve el ministerio de José como padre putativo de Jesús.
un encuentro personal con Dios creador y redentor
Comencemos con la presentación de Jesús en el Templo. Siguiendo la ley judaica, todos los primogénitos pertenecen al Señor y están consagrados totalmente a su servicio. Pero no solamente los primogénitos, sino que todos los nacidos de mujer son del Señor, por lo que hemos de aplicar estas reflexiones a todos nuestros hijos. Según el ritual, el padre entrega a su hijo al sacerdote oficiante que le pregunta si quiere dejar al hijo o bien rescatarlo. Después de que el padre decide rescatarlo, se lo devuelve al padre, de modo que el niño —que es propiedad del Señor— es confiado al padre terreno a fin de que lo cuide y provea a su educación. Pero queda bien entendido que su hijo no le pertenece en propiedad, sino que es del Señor y, como tal, está llamado a la comunión con Dios y ha de ser educado de acuerdo a su pertenencia y vocación.
Así pues, la educación en la fe es el principal deber de los padres, de tal modo que está comprendido en el precepto más importante de Israel, tanto que debe ser recitado tres veces al día. Se trata del Shema’ Jisra’el: “Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con toda tu alma. Se lo enseñarás a tus hijos, se lo repetirás cuando te acuestes y te levantes” (Dt 6,4-7). Este mandamiento prescribe amar a Dios sobre toda cosa, hasta el martirio, y transmitir la fe, que es este amor a los hijos.
La fe no es simplemente creer en Dios, ni tampoco un sentimiento de piedad religiosa, sino que es sobre todo “un encuentro personal con Dios creador y redentor”. Se trata de un entrenamiento y una formación que se recibe de quien es testigo fiel del señorío de Dios. Implica la transmisión del amor de Dios a los hijos de modo que lleguen a conocerlo y a amarlo, rechazando al mismo tiempo a los ídolos de este mundo.
La transmisión de la fe se basa, sobre todo, en el relato de las maravillas que Dios ha obrado en los propios padres. Si ojeamos la Escritura veremos que en ella no se encuentran teorías ni explicaciones, sino relatos, historias con personas concretas, que narran sencillamente su encuentro y experiencia de Dios: relato de las maravillas que Dios ha hecho y sigue obrando en medio de su pueblo y, en concreto, en la familia del niño, en sus propios padres que le transmiten su experiencia de Dios.
guía para dar en el blanco
En el hogar doméstico, la familia se reúne para escuchar la palabra de Dios relatado por el cabeza de familia. Los rabinos llegan a decir que quien instruye a su hijo que se fatiga en el estudio de la Torah, “es como si no muriese nunca”. La enseñanza se inicia cuando todavía son pequeños, porque “si uno aprende la Torah de pequeño, las palabras de la Torah son absorbidas por su propia sangre y brotan claras de su boca”
Los momentos claves para esta transmisión de la fe se dan en medio de verdaderas celebraciones litúrgicas domésticas, sobre todo en los domingos y en los días de las principales fiestas litúrgicas. Se cuentan las narraciones de la Creación, la historia de los patriarcas, el Éxodo de Egipto, el camino por el desierto, la conquista de la Tierra Prometida, la historia de los jueces y de los profetas. Todos estos relatos ayudan al niño a ir descubriendo gradual y personalmente, la historia de la salvación. El diálogo que se suscita entre padres e hijos permite al niño adentrarse en las Escrituras e ir asimilándolas poco a poco. Solo así podrán resonar en su alma las enseñanzas recibidas posteriormente.
Lo que podríamos llamar “educación elemental” en la fe culminaba en el niño hebreo hacia los doce o trece años con el rito del bar mitzvá, por el que el niño llega a la madurez tanto civil como religiosa. En estos momentos, cuando empieza a despertarse la adolescencia y los hijos buscan su independencia de la tutela paterna, es cuando asumen su responsabilidad para con Dios.
El niño hebreo, a partir de este momento se rige por la Torah, por ello, en una ceremonia significativa, se desposa con ella e inicia su primer baile, abrazado al rollo de la ley, mostrando, de este modo, que su vida va a regirse a partir de este momento por la voluntad de Dios, manifestada a través de la ley dada a Israel.
El episodio de Jesús perdido y hallado en el templo a los doce años parece que se inscribe dentro de este contexto. A la pregunta angustiosa de su madre, Jesús responde: “¿Por qué me buscabais?, ¿no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Con estas palabras Jesús defiende su nueva situación: a partir de ahora, él se rige, como todo niño hebreo, por la Ley de Dios. Ha alcanzado su madurez, pues hasta ahora se hallaba bajo la tutela de sus padres, que lo han educado y conducido hasta su verdadero Padre: Dios. Ellos han de disminuir para que pueda crecer aquel que es Dueño, Señor y Padre de todos los hombres. Jesús pertenece exclusivamente a Él.
lluvia para la semilla sembrada
El equivalente cristiano al bar mitzvá judío es el sacramento de la Confirmación. En él el joven cristiano alcanza la madurez de su formación, o así debiera ser. Ello supone que han sido iniciados en la fe por sus padres y han asumido personalmente la gracia del Bautismo. Por desgracia, no suele ser así en la mayoría de los casos, por lo que las miles de confirmaciones que los obispos imparten cada año no producen el resultado esperado, porque la recepción de la gracia por parte de los candidatos es muy pobre; están deficientemente formados y los afanes del mundo acaban por ahogar la semilla sembrada en ellos.
Deberíamos aprender de la Sagrada Familia de Nazaret la imperiosa necesidad de la iniciación cristiana si queremos que nuestra fe sea transmitida a la siguiente generación. Se trata de un deber que ningún padre cristiano puede dejar en el olvido. Si su obligación es dar a sus hijos lo mejor que tengan, lo mejor es la fe, con mucho. Esta ha de ser su principal preocupación; lo demás —alimentos, salud y estudios…— con ser importante, resulta secundario respecto al don de la fe.
Ramón Domínguez
Presbítero