Lo mucho que Europa debe a los jesuitas
Cuando san Ignacio estableció la Compañía de Jesús, para dar complemento a la reforma católica española, fijaba para ella cuatro puntos: defensa de la persona humana, dar a la educación primacía sobre la instrucción, reconocer el valor de la ejercitación de los espíritus, y sobre todo, obediencia al Papa formulada como cuarto voto. Todo ello se oponía a la corriente que comenzaba a dominar entonces en Europa, absolutismo de Estado que exigía, como aún seguimos haciendo, sometimiento de todas las dimensiones de la sociedad, incluso la religiosa, a las dimensiones del poder. Cuando, en torno a 1740, ese absolutismo madura, convirtiéndose en despotismo ilustrado, la Compañía es juzgada como un peligro, no sólo por la obediencia al Papa, sino por el respeto profundo a la identidad de la persona humana.
Por eso, en las calumnias que contra ella se alentaron -papel social de los colegios, ritos chinos y malabares, misiones del Paraná-, descubrimos un punto importante: los jesuitas respetaban la identidad étnica y cultural de aquellos países a los que llevaban la Verdad de Cristo. Un indio bautizado no tiene por qué renunciar a las cualidades de la persona; al contrario, puede servirse de ella para progresar. Las misiones del Paraná, como a veces se nos dice, nada tenían que ver con la lucha de la esclavitud. Ya estaba prohibida en los virreinatos españoles. El conflicto venía del monopolio de los cueros de caballo. Y aquellos indios agricultores estaban dotados, además, de un sentido especial para la música. Fabricaron esos violines que aún llamamos Stradivarius. Los jesuitas estorbaban al imperialismo colonialista.
El proceso contra la Compañía se inició en Portugal con el Marqués de Pombal, y se contagió luego a España, donde Carlos III la prohibió, y también las otras monarquías católicas. El Papa defendió a la Compañía. Especialmente Clemente XIII, que en su monitorio de 1768 explicaba todos estos detalles que hacían indispensable la presencia de los jesuitas dentro de la europeidad. Pero, con ello, no consiguió otra cosa que endurecer la postura de los ministros de Carlos III, que exigieron que fuesen suprimidos en cuanto Congregación.