Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos; sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto a su tiempo y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. En el juicio los impíos no se levantarán,
ni los pecadores en la asamblea de los justos; porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal.
Este salmo es como una introducción o prefacio con el que da comienzo la colección de los 150 salmos del salterio. Viene a ser como una síntesis que abarca todo el conjunto, ya que para el creyente todo se reduce, en último término, a observar y vivir la ley del Señor. Una expresión gráfica de esta síntesis parece indicarse por el hecho de que la primera palabra del salmo comienza con la letra Alef y la última palabra con la letra Tau, que son la primera y la última de las letras del alefato (alfabeto hebreo). La ley divina abarca cuanto el hombre tiene que conocer y practicar en esta vida y esta es la mejor garantía de su felicidad.
El salmista contrapone la conducta recta de los justos que siguen fielmente el camino de la verdad evitando incurrir en cualquier error y la senda torcida de los impíos que los llevará fatalmente a la perdición. El mérito del hombre justo es doble. En primer lugar evita ir por los derroteros de perdición por los que transita el impío: «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos» (v. 1). Pero sobre todo se centra en la meditación de la Ley del Señor. El sentido del verbo hebreo tiene un matiz peculiar. Aquí meditar significa leer en voz baja; es decir, susurrar. Es como el murmullo de un rumiante religioso que saborea y digiere lo que está contemplando. Y además el embeleso es continuo: las veinticuatro horas del día: «sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche» (v. 2).
La Torá o Ley de Dios es una continua fuente de vida para el justo y el origen de todas las bendiciones divinas que se traducirán en fructífera fecundidad de buenas obras. Se puede comparar al árbol plantado al borde de las aguas: «Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin» (v. 3).
El salmo tiene también su connotación nacional: Israel se mantiene fiel a la Ley y a la Alianza, y esta fidelidad es apreciada y bendecida por Dios.
Como contraste con esa actitud modélica del hombre justo, está la conducta desastrada del los impíos. Su sendero es totalmente equivocado y erróneo. Apartándose del camino de la verdad, su vida carece de apoyo y de consistencia. Andarán siempre fluctuando y dando bandazos y palos de ciego. Se pueden comparar a la paja zarandeada por el viento. La paja es seca e infecunda. No tiene consistencia. Es llevada de una parte a otra a merced de las ráfagas y ventoleras: «No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento» (v. 4).
Pero sobre todo cuando llegue la hora de la retribución final y de dar cuenta a Dios de las propias obras, entonces se pondrá de manifiesto lo que ha sido cada uno. Y se van a cambiar las tornas. Los impíos, que muchas veces parecen llevar las de ganar en esta vida, se verán confundidos ante el juicio de Dios. Este juicio puede referirse al juicio del reino mesiánico, en el sentido de que los impíos no tendrán parte en el reino de los cielos anunciado por el Evangelio, o a la perspectiva escatológica definitiva del juicio final, donde los justos recibirán el premio de su fidelidad en las buenas obras, mientras los pecadores serán confundidos para siempre: «En el juicio no se levantarán, ni los pecadores en la asamblea de los justos» (v. 5).
En el último versículo el salmo recalca y pone de relieve una vez más la suerte adversa de justos e impíos. Viene a ser como una exhortación y último aviso para que todos estén atentos y precavidos: el bien tiene siempre su recompensa, y el mal no deja nunca de tener su castigo. Andar por derroteros de perdición solo puede desembocar en la ruina final: «porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal.» (v. 6).
como árbol que da buen fruto
Las dos letras, la primera y la última del alefato hebreo, Alef y Tau, por las que comienza la primera y la última palabra del salmo 1, evocan la imagen de San Juan en el Apocalipsis cuando, sirviéndose de la primera y la última letra del alfabeto griego, dice que Jesucristo es el Alfa y la Omega (Ap 1,8.17; 2,8) para indicar que Jesucristo es el principio, el fin, y la síntesis de todo lo creado. Es el justo por excelencia que no solo no ha dejado de cumplir la Ley de Dios, sino que ha venido a darle su plenitud: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17).
El que medita y saborea la Ley del Señor es llamado por el salmista «dichoso, bienaventurado y feliz». El término es el mismo que emplea Jesucristo en el sermón del monte proclamando las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos…» (Mt 5,1 ss.).
El cristiano es como el árbol frondoso que ha sido plantado junto a las corrientes de las aguas. Por las aguas regeneradoras del Bautismo ha sido incorporado vitalmente a la Iglesia y ha recibido el don del Espíritu, del que le viene el crecimiento la frondosidad y fecundidad en las buenas obras, porque el árbol bueno produce buenos frutos (Mt 7,17).
La doctrina de los dos caminos, el del bien y el del mal entre los que el hombre debe elegir en su peregrinación terrena, es un tema muy antiguo que tuvo amplia difusión en el judaísmo (Dt 30,15-20). Jesucristo lo hace suyo en las en diversas enseñanzas del sermón del monte: «Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha es la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida! Y qué pocos son los que lo encuentran» (Mt 7,13-14).
También queda muy clara en el Evangelio la doctrina de la retribución final, cuando Jesucristo volverá con gloria para juzgar a vivos y muertos: «Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta» (Mt 16,27); «e irán estos (los impíos) a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (Mt 25,46); «entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13,43).
Pedro Cura