«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”». (Mt 13,44-46)
El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante de perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra.
Hoy nos pone la Iglesia un termómetro sencillo para calibrar nuestra fe, nuestro amor por Cristo. La palabra parece fácil de entender; todos nosotros nos esforzamos y ponemos nuestro empeño en aquello que consideramos valioso, que nos “realiza” y cumple nuestros sueños, y Jesús, que nos conoce profundamente, nos lo hace presente. Pero más allá del entendimiento está el hecho de que muchas veces nos sentimos infelices, insatisfechos y no sabemos por qué. Sin embargo, el Papa nos dice en twitter: “Cuando se vive apegado al dinero, al orgullo o al poder, es imposible ser feliz”.
El Señor nos invita a darlo todo por el reino de los cielos. ¿Es esta nuestra actitud ante el Evangelio? Estamos en días de descanso, de alejarnos de nuestros agobios, y es un buen momento para reflexionar, para plantearnos el quid de la cuestión: nosotros, ¿por qué luchamos? ¿A qué le damos valor? ¿Dónde está nuestro tesoro y nuestra perla fina? Seguramente llegaremos a la conclusión de que ponemos muchas cosas por delante del nuestra salvación. Porque el trabajo, el ocio, la familia…, en fin, las obligaciones y devociones que cada uno asumimos en nuestra vida ocupan nuestra mente y nuestras fuerzas. Pero eso Jesús ya lo sabe, por eso nos ha dejado su Espíritu Santo, para que por medio de Él nuestra vida pueda reorientarse a la vida eterna, para la que nos ha sido dada.
Por eso pidámosle nos ayude a cumplir los deseos que indicaba el papa Pio XII, en su Encíclica Sempiternus Rex Christus (Cristo, el Eterno Rey): “Finalmente todos aquellos que se glorían del nombre de católicos saquen de aquí un fuerte estímulo para cultivar con el pensamiento y la palabra la preciosísima perla evangélica, profesando y conservando pura la fe, pero sin que falte lo que vale más, es decir, el testimonio de la propia vida, en la que, alejando, con la ayuda de la divina misericordia, todo lo que sea disonante, indigno y reprensible, resplandezca la pureza de la virtud, y así venga a participar de la divinidad de Aquel, que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad”.
Antonio Simón