«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No juzguéis y no os juzgarán; porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Déjame que te saque la mota del ojo», teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita; sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano”». (Mt 7,1-5)
El Evangelio que corresponde a este día tiene paralelismo con algunos versículos del capítulo 4 de San Marcos, y con otros del capítulo 6 de San Lucas. En todos ellos, Jesucristo, que ha venido a salvar al mundo —¡a todos! — y no a condenarlo, señala algunos preceptos que orientan y motivan en el camino hacia el cielo. En concreto, uno específico es el de no juzgar al prójimo.
A primera vista, podría parecer extraño, dado que las personas para actuar prudentemente necesitamos y debemos discernir, y este planteamiento es el único válido para que cada persona sepa donde se sitúa, con qué expectativas puede contar con respecto a los otros, e incluso y quizás sea lo esencial, es la razón un distintivo específico de cada hombre; distintivo que se manifiesta en conceptos, juicios y acciones.
Entonces, si Jesucristo es además de perfecto Dios, perfecto hombre y, desde luego, no se contradice, ¿qué nos está pidiendo? ¿Qué no está señalando? En mi opinión, nos está modulando cómo juzgar —que es envolver el juicio— en el amor, en la caridad fraterna.
Porque ese es el distintivo tradicional y maravilloso de los cristianos, desde siempre y hasta siempre: el ¡¡¡¡mirad cómo se aman!!! Juzgar desde la misericordia, juzgar con misericordia. Con su buen hacer pastoral tenemos el ejemplo del Papa Francisco, el cual nos ha advertido de que los chismes «llenan el corazón de veneno y amargura» (Ángelus del 2 de febrero de 2014). En esa misma alocución señalaba: «¿Queremos ser santos? ¿Vamos a evitar los chismes? (…) si se evitan los comentarios amargos sobre otras personas, los hombres se convierten en santos, porque los cotilleos matan.”El Pontífice señaló también ese día que la justicia superior no da solo importancia a la «disciplina» o a la «conducta exterior» sino que «va a la raíz de la ley» y apunta directamente «a la intención», por tanto, al «corazón del hombre» y recalcó que es necesario tener motivaciones profundas que son la base de la sabiduría escondida.
Y por ahí va la práctica de la misericordia; esa disposición a compadecerse de las miserias ajenas y que se manifiesta en amabilidad, asistencia al necesitado, especialmente de perdón y reconciliación. Es más que un sentido de simpatía, es una práctica. Etimológicamente, su significado es altamente significativo; proviene del latín: misere (miseria, necesidad); cor, cordis (corazón) e ia, (hacia los demás). Tener un corazón solidario, grande, con aquellos que tienen necesidad. Es decir, con todos.
Me viene a la memoria —la releo y es lo que aconsejo hacer— la encíclica de San Juan Pablo II Dives in misericordia; en ella explica que «La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de “misericordia” parecen producir una cierta desazón en el hombre, quien, gracias a los adelantos tan enormes de la ciencia y de la técnica, como nunca fueron conocidos antes en la historia, se ha hecho dueño y ha dominado la tierra mucho más que en el pasado. Tal dominio sobre la tierra, entendido tal vez unilateral y superficialmente, parece no dejar espacio a la misericordia (…) Sin embargo, Jesús, sobre todo con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado cómo en el mundo en que vivimos está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación, y la vive hasta dar su vida siendo crucificado para implorar el perdón. De este modo la cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una revelación radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte».
San Juan Pablo II nos recuerda casi al final de su Carta que “La cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre y todo lo que el hombre —de modo especial en los momentos difíciles y dolorosos— llama su infeliz destino. La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre, es el cumplimiento, hasta el final, del….: la cruz de Cristo, en efecto, nos hace comprender las raíces más profundas del mal que ahondan en el pecado y en la muerte; y así la cruz se convierte en un signo escatológico…” .
En esos momentos de dolor, Jesús se deja acompañar por su Madre, que “es la que de manera singular y excepcional ha experimentado la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina”.
Un buen reto, un mejor propósito, un sentido en nuestra vida: sed misericordiosos. Cuesta, pero contamos con el ejemplo, con la ayuda de Jesús y de María, guiados por el Magisterio de nuestro queridos Pontífices.
Gloria Mª Tomás y Garrido