«Unos días después, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”». (Lc 1,39-45)
El día 17 entramos en la novena de Navidad, tiempo privilegiado para mirar al que vino pequeño y humilde. En los días precedentes, la Iglesia nos invitó a mirar al que vendrá al final de los tiempos, y en la Oración, en la Palabra y en los Sacramentos de todos los días, contemplamos al que viene en el hoy. Si se es fiel a la invitación de la Iglesia, esta triple mirada nos permite contemplar el Misterio de Dios en toda su dimensión.
En el momento de la Anunciación Dios está ya entre nosotros, no en la cuarta, quinta o sexta semana de gestación, sino desde el primer momento —Dios no es retorcido como nosotros. Su impronta conforma a la primera persona que intima con Él y María, su madre, se abandona al amor, porque esto es la esencia de Dios, el Amor. No mira su situación comprometida donde las haya y afronta el riesgo de su estado pensando solo en quien la necesita. Se pone en marcha en un viaje largo, incómodo y peligroso desde Nazaret a Ei Karem, donde vive su prima Isabel, que en su vejez estaba encinta de seis meses, también por designio de Dios.
María, con su amado viviendo en ella, los dos juntos —qué imagen tan bella de lo que es un cristiano— se ponen en camino impulsados por el Espíritu. E Isabel, impulsada asimismo por el mismo Espíritu, sale al camino todos los días —seguro que fue así— intuyendo la llegada de quien va a dar sentido a una vida marcada por el absurdo: una juventud enseñoreada por la esterilidad y una vejez rejuvenecida por la llegada tardía de la vida. ¡Cuántos cuchicheos a su alrededor no habrá oído Isabel! ¡Cuántos silencios, cuántas preguntas, cuántas miradas al Cielo pidiendo respuestas se adivinan en ella!
Las dos mujeres vivían una situación de desamparo, la una —Isabel— por su avanzada edad en la que la maternidad no es aconsejable ni viable; la otra —María— por su estado grávido estando solamente prometida con José; no hay que olvidar que quedó encinta “antes de que vivieran juntos”, nada más abominable en la cultura de su pueblo —causa incluso de condena a muerte. Su encuentro debió ser sublime: ambas se reconocerían en la fragilidad e incomprensiones sufridas por la otra, en la vida que portaban en su interior, y lo que es más importante, en la intervención divina en el origen de aquellas vidas. No cabe mayor identificación en el encuentro entre dos personas.
Los momentos más cruciales de la historia de la humanidad transcurren entre encuentros sencillísimos y expresiones llenas de delicadeza ¿Es posible no conmoverse?: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. Y la criatura que espera salta de gozo en el vientre de Isabel, y María, levantando los ojos al Cielo, exclama con júbilo emocionado la exultación que, a buen seguro, repetirían al unísono las dos juntas en los rezos compartidos de esos días: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador...”.
Enrique Solana