El primer salmo del Salterio expone los dos caminos que se abren como opción y también como expectativa a nuestros pasos. Son caminos disyuntivos y, más aún, contrapuestos, como disyuntivas y contrapuestas son las herencias que emanan de ellos. Ambas llaman con insistencia y persuasión a las puertas del corazón del hombre. A pesar de que los caminos son disyuntivos y sujetos, por lo tanto, a una elección, el hombre normalmente se agarra a la ilusión ficticia y alienante de pretender caminar por ambos a la vez.
Dios, en su amor por él, no permanece indiferente a tan lastimosa necedad e irrumpe en su vida. En esta su irrupción, que podría ser considerada incluso intromisión, lo primero que hace es sacar a la luz pacientemente la necedad asumida y consentida del letargo en el que se ha acomodado. Dios se la hace visible al hombre; le da forma, figura e incluso hasta aliento. Es como si le provocara con el fin de que llegue a preguntarse si el valor de su vida no es mayor que el absurdo que está dejando crecer en él. El simple hecho de hacerse esta pregunta ya supone un aliento de Dios en él, un paso hacia el umbral de la Vida.
Volviendo al salmo citado, fijémonos en la descripción que hace del impío. Es alguien cuyo caminar se configura al ritmo de su veleidad. Su corazón, estigmatizado por todo capricho, se detiene incluso ante la invitación de los burlones. Sirviéndonos de una metáfora, podríamos decir que estos hombres asfixian su razón de ser y su herencia imperecedera con la trama del cordón umbilical que ata en un mismo nudo los cuatro o cuarenta logros o conquistas que ha podido alcanzar.
No son los cuatro o cuarenta logros alcanzados los que hacen al hombre necio, sino el encumbramiento que hace de ellos. El sabio se sirve de sus conquistas para volar más alto. El necio las convierte en anclas que le atan a “su propia gloria”. Cuatro o cuarenta, no importa el número sino el hecho de que justamente porque es número ya está de por sí desmarcado del infinito. Es la tensión hacia lo ilimitado la que da al hombre la libertad para elevarse majestuosamente por encima de sus logros personales. Su vuelo torna pálidas todas las conquistas con las que podría dar lustre a su historia personal. La espiritualidad bíblica llama necios y dignos de compasión a aquellos cuyo lote y herencia están amarrados y, por lo tanto, condicionados a esta vida tan abúlica (Sl 17,14). La llamamos abúlica porque es frustrantemente lineal; desprovista, o más bien expoliada, de los saltos al abismo que comporta la búsqueda de Dios y que son impulsados por su natural trascendencia. Es una vida cuya linealidad toma la forma del espectro que se mueve serpenteante en el interior de todo aquello que ha llegado a ser intrascendente.
El lote, la herencia del sabio, es Dios mismo. En su revelación a su pueblo santo, Dios hace saber que Él es la herencia para los israelitas de la tribu de Leví. Herencia que fue ratificada a la hora de repartirse el territorio de la tierra prometida. Oigamos el testimonio del autor del libro del Eclesiástico al sopesar la herencia que han recibido Aarón y su linaje, la tribu de Leví. Más que un testimonio nos parece una confesión en la que se deja traslucir una cierta envidia que, por cierto, es perfectamente comprensible: “Por eso comen ellos los sacrificios del Señor, que Él le concedió a él –a Aarón- y a su linaje. Aunque en la tierra del pueblo no tiene heredad, ni hay en el pueblo parte de él: porque Yo soy su parte y tu heredad” (Si 45,21-22).
El “Yo soy” con el que Yahvé se ha manifestado, se ha dado a conocer a Israel, se lo ofrece como porción y herencia a una de las tribus de su pueblo santo. Para nuestra alegría, diremos que es un don que alcanza su plenitud en Jesucristo, auténtico y definitivo linaje de Dios, quien, a su vez, lo ofrece a cada uno de sus discípulos. El Señor Jesús es el “Yo soy” hecho carne. Sus palabras, su Evangelio, es la actualización pluridimensional de la salvación de Dios. Así oímos al Hijo de Dios desdoblar el Nombre sobre todo nombre en distintas direcciones: Yo soy el Buen Pastor, el Pan Vivo, la Luz del mundo, el Camino, la Verdad, la Vida, todas ellas aunadas en la mejor de las noticias: Yo soy tu porción y tu herencia.
El corazón y los pasos de todo hombre sabio se mueven presurosos en pos de esta herencia. Saben que es incorruptible porque nace de la Palabra incorruptible del Padre (Sb 18,4). Palabra que tomó un cuerpo, y cuerpo que tomó un nombre: Jesús de Nazaret. Los santos Padres de la Iglesia tenían conciencia meridiana de que habían recibido el don de la inmortalidad por su identificación con la Palabra que nació de lo alto. Entre tantos de ellos, no me resisto a presentar el de san Ignacio de Antioquía quien, poco antes de caminar hacia su martirio, dio como último testamento a sus comunidades esta confesión de fe estremecedora: “Ya he llegado a ser Palabra de Dios, ahora ya soy discípulo de Jesucristo”.
Antonio Pavía.