En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!» Mateo (6,19-23)
Jesús nos lo ha dado a entender varias veces en otros momentos: “…los que buscan su consuelo en la abundancia de bienes“ (Lc6,24) “Bienaventurados los pobres en el espíritu” (Mt5,3), y ahora nos lo repite muy claramente: “Cuidado con el deseo de bienes y riquezas”.
Pocos podrán asegurar que estan libres de esta apetencia, causa de tantas envidias y malos comportamientos de las personas, las instituciones y los estados. El dinero y las riquezas son necesarios para cubrir las necesidades elementales del ser humano y vivir con dignidad. Pero despiertan deseos de consiguir caprichos y formas de vida muy agradables: magníficas y cómodas viviendas, vestidos elegantes, comidas apetitosas, viajes fabulosos y, además, el poder y el prestigio. La exhibición del dinero da la satisfacción de sentirse en el grupo de los importantes; por ello es tan deseado y provoca tanta envidia y malos deseos hacia el prójimo.
Todo buen cristiano sabe que en la riqueza resulta difícil vivir un compromiso evangélico. Buenas deberían ser las riquezas si las empleáramos en crear medios de mejora de la vida de los más necesitados. Pero Jesús en una expresión dura, llegó a decir que era imposible la salvación de un rico. En el pasaje del joven rico ante la propuesta de Jesús de vender lo que tenía y seguírle, él se pone muy triste porque tenía muchos bienes, e indudablemente estaba muy apegado a ellos. Jesús dijo: “¡Qué difícil es que entren en el reino de los cielos los que tienen riquezas! Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja!”(Lc18, 24) y está también en Marcos 10,23 y Mateo 19,23. Menos mal que ante la respuesta escandalizada de los apóstoles Jesús añadió que “para Dios no hay nada imposible.”
“Atesorad tesoros en el cielo porque donde está tu tesoro allí está tu corazón”. ¡Qué verdad. Cómo nos preocupa cualquier problema relacionado con el dinero y cuánto tiempo dedicamos al cuidado de nuestros bienes! Todo lo que poseemos nos parece que nos los merecemos: es mío, este apego a la propiedad diluye el deseo de compartir. Nada es del todo nuestro. Todo lo hemos recibido, hasta nuestras cualidades y aptitudes para el trabajo dependen de la educación que recibimos.
Es difícil ser austero. Está aceptado e incluso alabado conservar la casa reformada y mejorada para que esté más cómoda, con caprichos para que sea más moderna o bonita; y en ello nos gastamos un buen dinero las personas de clase media, como en la celebración de las fiestas familiares, incluso bautizos y comuniones, para demostrar nuestro estatus ante los amigos. Es lícito ¡claro que sí! siempre que no sea excesivo para la economía ni dificulte el deber de dar a las instituciones que trabajan para los más necesitados, un tanto por ciento de lo que se posee, porque Jesús le dijo al joven: “Vende lo que tienes y dáselo a los pobres y después sígueme”.
La austeridad debería ser una de las características de un cristiano pero frecuentemente en la historia hemos sido un grupo arraigado entre los ricos y los poderosos. Además de disfrutar de una buena vida en la tierra, muchos católicos nos hemos dedicado a intentar reservarnos una buena localidad en el paraíso. Y no es eso. Nuestro ojo está enfermo porque no acaba de ver con claridad el camino.