«A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís… Sepa, pues, toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2,32-33-36).
Con este anuncio del kerigma de Pedro a raíz de Pentecostés iniciamos una serie de meditaciones monográficas sobre la muerte, desde la fe cristiana. Una perspectiva de reflexión es necesaria; yo he escogido la cristiana, sin dar de lado a la filosófica y otras posiciones. Todo lo contrario. Pero esta toma de posición que al escribir va colocada al principio, sin embargo, significativamente está en la reflexión como su guía y principio de orientación. No es un prejuicio; es una experiencia que anima el pensar y el escribir.
el Misterio Pascual de Cristo en el designio de Dios
Dice San Juan que, «sabiendo Jesús que había llegado la hora de “pasar” al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Y lo señala estando próxima la Pascua, fiesta judía por antonomasia (Éx 12,11;14).
La Pascua del Señor Jesús significa la plenitud del designio eterno de Dios, escondido durante siglos, y que abarca la Creación del universo entero, la reconstrucción de cuanto el pecado había trastocado en profundidad y la consumación escatológica de dicho designio. En la persona de Jesús de Nazaret resplandece excelsamente «el “Misterio de Dios”, en el que se ocultan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3; Ef 1,3-14); de aquí que hablar de “Misterio de Dios” sea hablar del “Misterio Pascual de Cristo”, y viceversa. Llama profundamente la atención que este misterio, tanto en Dios como en Jesús, se haga inteligible y experimentable para nosotros en y por el Amor: un Amor extremo (Ef 5,2).
La sustancia de este amor y su inteligibilidad consisten en la actitud de entrega total de quien ama así. Jesús ama como el Siervo del Señor: su anonadamiento y servicio hasta la muerte y muerte de cruz se nos presentan como la clave para ser entendido y experimentado por nosotros, que también sabemos de dolores y cruces, sobre todo la de tener que morir (Flp 2,6-11).
El designio eterno de Dios y el Misterio Pascual de Cristo conocen una dinámica interna de operación en la Historia y de revelación en los hombres, que tiene en el amor incondicional su causa y su motor. Insisto: desde la Creación hasta la recapitulación universal de todo lo existe en Cristo, Resucitado y Señor (Ef 1,22; 3,9-11; Flp 2,10; Col 1,15-20).
Nuestro dolor y nuestra cruz se han dejado oír, a lo largo de los siglos, con infinitas modulaciones y de infinitas maneras. De entre otros quiero recordar ahora estas: «¡Maldice a Dios y muérete» (Job 2,9), de la mujer de Job a su marido, una; otra , de Cristo a Pilato, a punto de ser ajusticiado: «Para esto he nacido yo…, para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37); y la tercera, de Rubén Darío: «.. y el temor de haber sido, y un futuro terror… / y el espanto seguro de estar mañana muerto, / y sufrir por la vida, y por la sombra, y por /… la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, ¡ y nos saber adónde vamos, ni de dónde venimos…!» (tomado del poema Lo Fatal).
A la “cuestión” de la muerte que el grito de la mujer de Job y el temblor lírico de Rubén Darío pone ante los ojos, es la palabra de Jesús a Pilato la que mejor contesta, porque sitúa su cuestionabilidad, es decir, su lacerante relación con nosotros, con cada uno de nosotros, conmigo, en el ámbito de la vida y la Verdad. Si el asustadizo Pilato hubiera aguardado un momento, es posible que ahora nosotros tuviéramos del Maestro una definición de “Verdad”. Pero no se esperó… ¡Aunque sí tenemos la respuesta!
Pilato, acto seguido, entrega a muerte a un inocente. La verdad, de la que es Testimonio y Testigo Jesús, no es una teoría, un deseo oculto y fallido, ni un propósito ético de carácter imperativo universal; es una persona, es Él mismo, que da libremente su vida sin que nadie pueda arrebatársela.
En el amor extremo con que ama Jesús no es la muerte el segundo paso a dar después de haber maldecido a Dios que no atiende al sufrimiento de tantos “Job” como existen, y a quien no le importa lo que pasa aquí en la tierra. En el tren de la vida, el vagón del sufrimiento desesperanzado tiene un aguijón curvo —como el pico del cuervo, que dice Unamuno le devoraba las entrañas con fiereza— con el que se engancha al vagón siguiente de la muerte: “¡…Y muérete!”. Tampoco es una cierta sublimación psicológica —por vía de la estética lírica, por lo demás valiosísima y perfectamente legítima — como aparece en Lo Fatal. ¿Qué es, entonces?
solo el amor es digno de crédito
La muerte, la de Jesús, y la nuestra por su Resurrección de entre los muertos, es una afirmación rotunda de la veracidad del Amor de Dios. Entender esto le era imposible a Pilato, y a nosotros también, que tenemos mucho del gobernador romano. La raíz de este no poder entender la muerte en la línea cristiana no es otra que la desdichada observación y constatación de que mientras luchamos y braceamos contra el dolor, el sufrimiento, las desgracias y toda clase de males nos asalta esta pregunta: “Y Dios, ¿qué hace? ¿En qué se ocupa?”.
Jesús dando su vida, como acto de obediencia a Dios, revela el gran secreto: no es Dios quien escamotea el drama del vivir, sufrir y morir. Dios no está en otra cosa: ¡Dios es quien más se ocupa de mi muerte y de la de todos! Entregar a su Hijo a la muerte de cruz es la única forma convincente de decir la Verdad: que dicha entrega obedece a que Dios así amó tanto al mundo. Como ha dicho un gran teólogo: “Solo el amor es digno de crédito”; basta añadir que se trata de dar crédito a esta Verdad mucho más grande aún que la verdad de la muerte.
Tener que morir yo, que yo haya de dejar de ser, es una verdad de filo de acero; no como la de que todo lo que sube acaba por caer, o la de que el agua hierve a los cien grados. Mi muerte esconde una profunda inquietud: que al final mi vivir será en su punto más último morir-me. Saber esto desazona, pero a la vez, desvela el entresijo mismo de la vida. Lo lacerante de saber que hemos de morir es que lo he de hacer solo y precisamente porque estoy vivo. “¡Sin nadie como estorbo!” (Unamuno). ¿Sin nadie…, de Verdad?
Deberíamos dar gracias a Dios todos los días por habernos regalado el Evangelio de Juan. “Junto a la cruz de Jesús estaba su madre…” (Jn 19,25), aquella “mujer” de las bodas de Caná, que está cuando algo se acaba, sea vino o la vida misma. La fe que nos ha legado la Iglesia es ante todo un préstamo en crédito para vivir asentados en la esperanza. Y el mayor argumento de esta esperanza es la vida del Señor viviente en su Misterio de Pascua. Asombra la maravilla que Dios nos ha revelado. Por eso Pablo, el Saulo convertido por aquella Pascua podrá decir: “Para mí el morir es una ganancia” (Flp 2,21). Esta ganancia es la liberación de la esclavitud a la que nos tenía sujetos de por vida el diablo, a causa del temor a la desaparición total (Heb 2,14-15). Y por eso podría decir Santa Teresa, interpretando la vida y la muerte redimidas como don de Dios:
“Ven muerte tan escondida
que no te sienta venir…”
(Poesías, BAC, Madrid 1976).
Esto sí es morir porque no se muere.
César Allende