He ahí la pregunta que todo hombre se ha hecho mil y una veces ante el mal que, como bandadas de asesinos, recorre la tierra entera segando cuerpos y almas. ¿Dónde está Dios?, se preguntaban horrorizados los que sufrieron en su carne los horrores de la barbarie nazi, expuestos, como estaban, como animales desollados en los campos de concentración. ¿Dónde está Dios?, nos preguntamos todos ante la violencia desatada entre padres e hijos, esposos y esposas, miembros de distintas religiones, etc. ¿Dónde está Dios?, nos preguntamos todos ante los esclavos y oprimidos, los niños obligados a trabajar en las minas o a empuñar un fusil… ¿Dónde, dónde? He ahí el grito de la humanidad doliente.
¿Dónde está nuestro Dios?, se pregunta el pueblo de Israel con sus profetas al frente cuando yace postrado bajo el pesado yugo de Babilonia. De entre todos los gritos lanzados hacia el cielo por los desterrados, sobresale el del profeta Isaías. Su grito es tan estremecedor que perfora hasta los mismos cielos. El profeta no se limita a gritar dónde está Dios, sino que va más allá. Le interpela de tú a tú, casi, como quien dice, dejando de lado todo miramiento y clamándole más que suplicándole. «¿Dónde está tu celo y tu fuerza, la conmoción de tus entrañas? ¿Es que tus entrañas se han cerrado para mí? Porque tú eres nuestro Padre, que Abrahán no nos conoce, ni Israel nos recuerda. Tú, Yahveh, eres nuestro Padre, tu nombre es El que nos rescata desde siempre. ¿Por qué nos dejaste errar, Yahveh, fuera de tus caminos, endurecerse nuestros corazones lejos de tu temor? Vuélvete, por amor de tus siervos, por las tribus de tu heredad. ¿Por qué el enemigo ha invalido tu santuario, tu santuario han pisoteado nuestros opresores?» (Is 63,15b-18).
Una interpelación así, tan descarnada, nos da a conocer la impotencia del pueblo elegido —en realidad de todo hombre— para ser fiel a Dios. Por eso el profeta culmina su clamor con un grito desgarrador: Mira, Señor, que no somos capaces de reconocerte y amarte como nuestro Dios. ¡Baja, pues, desciende del cielo y ven entre nosotros! Oigamos textualmente lo que le gritó: “¡Ay si rompieses los cielos y descendieses!”.
tu amor y tu bondad me acompañan
Dios le oyó, se estremeció y descendió. Se hizo hombre, y desde entonces es Emmanuel, Dios con nosotros. Fue enviado por el Padre no para “juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17). El Emmanuel nos miró, sufrió la conmoción de sus entrañas, “tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades” (Mt 8,17).
Emmanuel, Dios con nosotros, siempre a nuestro lado, nos encuentra, como buen samaritano, tendidos a lo largo del camino de la vida (ver Lc 10,33) y hace suyas nuestras heridas. “…ya que también Cristo sufrió por vosotros… con cuyas heridas habéis sido curados” (1 P 2,21-24). Él, el Emmanuel, es el especialista en convertir nuestras heridas y fracasos en manantiales de vida. En realidad todo esto ya había sido profetizado por el salmista: “Él sana a los de roto corazón y venda sus heridas” (Sal 147,3).
Si bien es cierto que el hombre no deja de gritar porque el mal no solamente existe sino que también lo aprieta “inmisericordemente”. Mas cierto es que Dios no deja de ser Emmanuel para todos. Allí donde hay un discípulo del Hijo de Dios amando, ayudando, sosteniendo, levantando, perdonando deudas, animando, dando de comer a los hombres y mujeres que llevan impreso en su rostro la devastación del mal, ahí está Dios con ellos.
Gritos, más gritos, estremecimiento de Dios, historias personalizadas de amor del Emmanuel con cada hombre. Más allá del mal, los discípulos del Emmanuel somos o queremos ser “el perfume, el buen olor de Jesucristo para el mundo” (2Co 2,15).
Antonio Pavía
Misionero Comboniano