«En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: “Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado”. Él les contestó: “Dadles vosotros de comer”. Ellos replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío”. Porque eran unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos: “Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta”. Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos». (Lucas 9, 11b-17)
Es frecuente en los modos y maneras de buscar Dios el Amor de Israel llevarle a un lugar solitario, y allí, en descampado, mostrarle lo que es capaz de hacer por él, y no por otra razón, sino porque le ama.
Es capaz, dice hoy Lucas, de dar de comer a cinco mil personas con un poco de pan y pescado. El milagro del derroche y la superabundante multiplicación es lo más característico del Amor que tiene como medida la desmedida. La fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo es la celebración del desborde del Amor de Dios, de la increíble inundación de su ternura. ¡Cuántos millones de hombres y mujeres no habrán comido con tal solo un pedazo de pan y una copa de vino desde aquella primera Cena del Señor hasta la Eucaristía de hoy! Hoy se actualiza en el mundo entero la Pascua, hecha Acción de Gracias, del Señor resucitado.
También hoy alcanza este modo de Amor al ser humano «en eremo topo», en lugar descampado, habitado por un marasmo de dolores, risas —que tantas veces son risotadas— y gritos, de gozos unas veces, y otras de sufrimientos y llantos. Desgraciadamente nuestro despoblado también está ocupado por aquellos aullidos que mencionaba ya el Antiguo Testamento.
El evangelio de Lucas 19,9b-17 pone de manifiesto que la sinrazón del mal y el sufrimiento no dejan a Dios ni impávidamente quieto ni olvidadizo, en un cruel encogerse de hombros. Con «cinco panes y dos peces» quiere decir que con la limitación propia del mundo, con tan escasos medios, Dios ofrece un remedio… ¡que llega a todos y sobra!
El Cuerpo y Sangre de Cristo son nuestro remedio. Digo nuestro, no solo en el sentido de que lo haga pensando en nuestro beneficio, sino sobretodo, en cuanto que nos lo da utilizando precisamente lo que nosotros somos: cuerpo y sangre. Es como una autovacuna. No podía, seguramente, inventar nada mejor.
Vivir es vivir, principalmente, con nosotros mismos; condicionados a lo que somos, limitados al estrecho espacio que nos acota en lo físico y en el espíritu: no tenemos más que cinco sentidos, un corazón y un alma; en total siete cosas, como siete había en los canastos del Evangelio.
Pero ¿qué es esto para tantos? Lo que falta hasta una enorme cantidad, incluso hasta las sobras, lo pone la preocupación y el desvelo del Señor por nuestros problemas, que no le dejan descansar.
Por otro lado, sabemos que en el Cuerpo (y Sangre) del Señor habita corporalmente, o sea, de modo que podamos verla y tocarla, la Divinidad en plenitud. El Hijo de Dios puso su tienda en nuestro campamento (desierto), dispuesto a quedarse con nosotros, compartiéndonos. Y ¿quién sino María proporcionó al Espíritu Santo la «piel» para fabricar esa tienda?
La piel, la carne, los huesos… y la Sangre. De modo que aquellas siete cosas en las que el Amor desmedido de Dios por nosotros se convierte en medicina y cura de nuestros males, y fuente de la alegría más intensa y profunda, son también cosa de Ella. La Iglesia entera exulta de alegría y alaba a Dios por darnos a su Hijo en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, al Espíritu, como la alegría de la Salvación, y a la Virgen María como unas manos de madre que sabe qué nos duele y cómo clamar nuestro sufrimiento y nuestros miedos: encendiendo la lamparilla de aceite en la mesilla de nuestra noche.
César Allende