En aquel tiempo, Jesús echó a andar delante, subiendo hacia Jerusalén. Al acercarse a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos, diciéndoles:
—«Id a la aldea de enfrente;al entrar, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: «¿Por qué lo desatáis?», contestadle: «El Señor lo necesita».»
Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho. Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron:
—«¿Por qué desatáis el borrico?»
Ellos contestaron:
— «El Señor lo necesita.»
Se lo llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos y le ayudaron a montar.
Según iba avanzando, la gente alfombraba el camino con los mantos.
Y, cuando se acercaba ya la bajada del monte de los Olivos, la masa de los discípulos entusiasmados, se pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían visto, diciendo:
—«¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto.»
Algunos fariseos de entre la gente le dijeron:
—«Maestro, reprende a tus discípulos.»
Él replicó:
—«Os digo que, si éstos callan, gritarán las piedras.» (Lucas 19, 28-40)
1. Nos encontramos ya en los prolegómenos de la Pasión del Señor, que llega humilde y servicial en borrico, tal como estaba profetizado (ver Zac 9,9), en medio de la algarabía del pueblo que lo recibe con gritos de júbilo: «los que iban delante y detrás clamaban “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”», expresión que formaba parte del ritual de la fiesta de las tiendas, mientras los fieles dan vueltas en torno al altar llevando ramos de palma, mirto y sauce. La frase «el que viene en nombre del Señor» había ido madurando con el paso del tiempo para designar al Mesías, con lo cual, al aplicársela a Jesús que entra así, triunfante, en Jerusalén lo estaban reconociendo como quien viene de parte de Dios, haciéndolo presente. Esta presencia divina se realizará después, en el nuevo pueblo aclamador, la Iglesia, en la celebración de la Eucaristía, cuando Cristo está vivo y resucitado entre nosotros, con nosotros y para nosotros.
2. Jesús entra en Jerusalén no como un rey poderoso, como los reyes temporales que con frecuencia usaban y abusaban de su poder para hacer su maliciosa voluntad; al contrario —«su reino no es de este mundo» (Jn 18,36)—, no sale de su mente el trono triunfal y doloroso desde donde ha de reinar: el trono de la cruz, donde como rey, está adornado de la corona de espinas. Sentado en ese trono, es decir, clavado y colgado de la cruz, manifiesta que ha venido para cumplir con nosotros la misericordia, que habíamos vendido y perdido con nuestros pecados: De ahí que sus primeras palabras, en medio de un atroz sufrimiento, sean de amor y perdón a sus verdugos: «Padres, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), lo mismo que le dice al ladrón arrepentido en el último momento: «Hoy estrás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43), el primer santo canonizado en vida (San Dimas), no por ningún Papa, sino por el mismo Jesús.
3. Esta es la gran lección del Señor crucificado, sin grandes discursos: el amor y el perdón. No nos perdonó para luego amarnos, sino que primero nos amó y luego nos perdonó («él n0s amó primero»: 1 Jn 4,19): pues «tanto amó Dios al mundo, que envió a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16), de modo que «el que no cree ya está juzgado» (Jn 3,18). A nosotros nos cuesta Dios y ayuda —nunca mejor dicho— perdonar; en nuestras entrañas se esconde la venganza, los rencores, el rechazo del otro, sobre todo si este nos ha ofendido, y nos aferramos a esos sentimientos —¡pero si yo tengo razón!, dicen ambos— para dar primer paso hacia la conversión, haciendo caso omiso de la doctrina del Señor: «Si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar u ofrenda» (Mt 5,23-24). Traducido a la práctica nos está diciendo que tomemos nosotros la iniciativa de pedir perdón, pues ¿cómo, por ejemplo, podemos ir a comulgar sin antes haber pedido ese perdón? En definitiva, solo haciendo la misma experiencia de Jesús, que nos disculpa, nos perdona y nos salva, podremos amar y perdonar.
4. Pero es que, además, podemos ver cuánto amor y misericordia ha derramado durante su vida mortal. Por citar algunos ejemplos, curó a un leproso, luego a otros diez, calmó la tempestad del lago de Tiberíades, curó a un paralítico, a la hemorroísa, a dos ciegos, a la samaritana y a la cananea, resucitó especialmente a su amigo Lázaro, curó en la sinagoga al hombre de la mano paralizada, expulsó a los endemoniados de Gerasa y a otros posesos, curó a a un sordomudo, al criado del centurión, multiplicó los panes y los peces, se retrató en el sermón del monte y en el padre misericordioso de la parábola del hijo pródigo, curó al paralítico de la piscina de Betesda, no condenó a la muer adúltera, curó a un ciego de nacimiento, predijo la traición de Judas y las negaciones de Pedro, etc., hechos todos recogidos por los evangelistas, el Evangelio cuadriforme (Verbum Dei 18). ¿No es esto una grandiosa prueba del corazón amante y misericordioso de Jesús?
5. El Domingo de Ramos, teniendo siempre presente el trono de la cruz —al tiempo que paseamos en procesión: es la primera procesión de la Iglesia— es una invitación seria para encontrarnos o reecontrarnos con nuestra propia cruz, que será aceptada y besada por cada uno de nosotros en la Liturgia Solemne celebración del Viernes Santo.