Jesús hace su entrada triunfal en Jerusalén el primer día de la semana, ocho días antes de su triunfo glorioso en la mañana de la Resurrección. En esta entrada se condensa todo lo que ha sido el mensaje y la vida de Jesús de Nazaret y se anticipa lo que van a ser los últimos tremendos y paradójicos días de su vida mortal. En ellos va a conocer el más rotundo fracaso de su vida, a sufrir la mayor humillación física y moral que ningún hombre podría soportar y, al mismo tiempo, su triunfo definitivo sobre el mal y la muerte.
Jesús entra como un rey y así lo ponen de manifiesto los evangelistas, pues el alfombrar su paso con ramas de árboles y con mantos, las exclamaciones y vítores como el “Hosanna” conque es recibido, era tratamiento de rey, el que se le tributaba. Título que él no va a negar, sino a reivindicar ante Pilato. Pero lo hace no en un corcel ni en carro tirado por caballos como solían hacer los reyes de este mundo, sino montado humildemente en un pollino. Por ello, aunque reclama ser rey, añade que su reino no es de este mundo.
Esta actitud la mantuvo durante toda su vida, pues aunque no negó su mesianismo, lo mantuvo en penumbra, atribuyéndose, por el contrario, el título de “Hijo del hombre”. Título que comporta, simultáneamente, gloria y humillación o si se prefiere, gloria a través de la humillación. Toda la Escritura reclama este camino. Jesús mismo compilará toda la Escritura en aquellas palabras que dirige a los dos de Emaús: “’¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrar así en su gloria?’ Y, empezando por Moisés y continuando por los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras”.
Entre todos los profetas hay dos que hablan expresamente del futuro mesianismo, pero presentan dos corrientes de pensamiento que parecen divergentes y contradictorias. Natán anuncia a un futuro hijo de David al que el Señor asentará en su trono y consolidará su reino para siempre. Durante siglos, la esperanza del pueblo elegido estuvo puesto en la dinastía davídica, pero cuando la monarquía fracasó estrepitosamente cayendo en la idolatría con sus secuelas de injusticia e inmoralidad, hasta llevar a la nación al desastre, lo que quedaba de la fe de Israel se proyectó en un futuro rey mesiánico, pero manteniendo la imagen de un David restaurador y vencedor. Sin embargo, a la nueva luz del Exilio, surge un nuevo profeta y con él, una nueva figura mesiánica. Será el Segundo Isaías el que presentará al Siervo de Yahveh, que viene a triunfar, sí, pero no será con la fuerza y el poder por lo que dará la libertad al mundo, sino por medio de la entrega de sí mismo.
¿Dos líneas paralelas e incompatibles entre sí? No, pues ambas se aúnan en la figura del Hijo del hombre y se ponen de manifiesto en su triunfal entrada en Jerusalén el Domingo de Ramos. El Cristo viene a triunfar y a reinar, pero no lo hará al modo de los hombres, sino según el modelo de Dios.
Todo ello ha sido aclarado ya en las tentaciones que, según los Sinópticos, sufre Jesús en los inicios de su ministerio apostólico. Lo que está en juego en las tentaciones es el camino que deberá seguir en el cumplimiento de su misión. Satanás le propone, basándose en la Palabra de Dios, seguir una trayectoria de seguridad, de ostentación y de poder para instaurar el Reino de Dios, en contra de la naturaleza de Dios. Dios es Padre de amor y, como tal, no impone por la fuerza su voluntad sino que la propone a sus hijos para que sea libremente acogida, obrando, a la vez, en la debilidad y en la fuerza de su palabra; fortaleza porque ella va a cambiar radicalmente la situación del hombre pecador, debilidad porque puede tanto ser acogida como rechazada.
Todos los mesianismos que han aparecido en la historia se enfrentan a este mismo dilema. Aquellos que no son más que propuestas humanas y, por tanto, incapaces de cumplir lo que prometen, se decantan por el primer tipo de mesianismo, el que Cristo rechaza y el que Satanás propone. Por ello buscan afirmarse por medio de la mentira, del poder y de la fuerza, forzando las conciencias de las gentes para que se plieguen a sus proyectos. Y todos ellos, como demuestra la historia, conducen a la dictadura y terminan en la más negra tiranía. Pero, como están sustentados en la mentira, tarde o temprano, acaban por caer víctimas de su misma incoherencia y maldad, no sin antes –por desgracia– haber causado males innumerables.
Cristo, en cambio, vive un mesianismo de oferta, de don y de libertad que realiza lo que promete en aquellos que libremente lo acogen. ¿En qué se fundamenta esta disparidad de actuaciones? En la naturaleza de Dios y en la del hombre, creado a su imagen y semejanza. Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo; es amor y don libre de sí, comunión de personas. Y Cristo es Hijo, que sabe que su ser no está en sí mismo sino en su comunión con el Padre y con el Espíritu. Como Hijo procede del Padre y se somete libremente a Él por amor, porque se sabe amado y puede amar del mismo modo. Por esta razón, Jesús el Cristo, se fía y se deja guiar por la voluntad de su Padre, consciente de quien se ha fiado.
El hombre desde el principio, engañado por el mentiroso, no acepta ser hijo, no quiere depender de nadie, reniega de su condición pretendiendo ser lo que no es. Por ello ha de matar al padre y a todo lo que le recuerde que no es dios y que su ser viene necesariamente de otro. Con ello comete la mayor locura que pueda concebirse, pues al negarse a ser hijo se destruye a sí mismo, porque si algo podemos decir del hombre es que no viene de sí sino de otro y que, por tanto, no puede ser más que hijo. Por consiguiente, cualquier cosa que desee construir sobre esta falsa premisa sólo puede terminar en la mentira, la locura y la muerte.
Estas pretensiones del hombre han sido recurrentes a lo largo de toda su historia y se han presentado bajo diversas manifestaciones. Es lo que estamos viviendo en nuestros días en su más descarnada realidad. La ideología que hoy busca dominar el mundo sólo puede imponerse a base de mentira, fuerza y poder y reviste, como todas, carácter opresivo y dictatorial, pisoteando todo derecho, asesinando la verdad y atropellando la libertad. Pero como reniega de ser hijo, ha de eliminar toda figura paterna. Es la razón por la que hoy día, el ser varón o padre, está bajo sospecha; todo lo que huela a autoridad, principios, verdad, realidad, derecho, etc…, ha de ser eliminado, creando una sociedad débil, amorfa, sin valores y, por ello, manipulable y sometida al imperio de la ideología.
La gente no es consciente de esto, se traga sin filtro ni defensa cuánto se le propone en nombre de la ideología, sin saber que está siendo sometida y conducida hacia un mundo de oscuridad y de muerte.
Únicamente Cristo es la verdad y la vida, y sólo hay un camino para la libertad. “Dios es luz, en Él no hay tiniebla alguna”. Esta es la verdad que el mundo ha de conocer y la que hay que predicar, aunque haga rechinar los dientes a los siervos de la ideología; aunque lluevan sobre los que anuncian la verdad de Cristo, toda clase de insultos, calumnias y apelativos –nada de ello es nuevo bajo el sol que nos calienta–. Pero no se puede callar, está en juego la verdad del hombre, su libertad y su salvación.