Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos, después de comer con ellos, le dice a Simón Pedro: – «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?». Él le contestó: – «Sí, Señor, tú, sabes que te quiero». Jesús le dice: – «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: – «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: – «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: – «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: – «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó: – «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: – «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: – «Sígueme».(Jn 21,15-19)
En su comentario a este texto, san Agustín nos dice que la prueba que Jesús pone sobre el tapete para saber si realmente le amamos con todo nuestro corazón no es otra que la de apacentar sus ovejas. No es un apacentar cualquiera, hay que darles hierba fresca (Sl 23,2), es decir, no almacenada; es un alimentarlas con el pan de ese mismo día (Lc 11,3), no de días anteriores sacado del congelador. Jesús mismo es quien parte este pan, y lo da a sus pastores para que sus ovejas puedan nutrirse bien (Mt 14,19). Claro que, por otra parte, no hay mayor gesto de amor de Jesús a sus discípulos que éste de capacitarles para apacentar sus ovejas, las suyas, las que compró a precio de su sangre. “Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo” (1P 1,18-19). Pedro, y tú, y tú, y el otro, y el de más allá: ¿me amas? Apacienta mis ovejas. Sin comentarios.