Todos tenemos nuestras cosas, y yendo más al fondo de ellas, no todas resueltas. Aunque aparentemente son las mismas en todos los mortales, los avatares de la historia, el toque de nuestra madurez y espiritualidad hace que las cosas comunes sean en nuestra existencia tan originales como irrepetibles en el otro. También vivimos momentos de entusiasmo en los que percibimos fogonazos que proyectan sensaciones positivas; pero, pasada la euforia, vuelve sin que se le llame ese lado oscuro que da lugar al tedio existencial. Es como si la realidad nos diera un baño de pesimismo. No tendría que ser así, porque Dios, el que comparte nuestras cosas, proclama: “Yo soy la Luz del mundo” (Jn 8,12). Al proclamarse como Luz del mundo se refiere también a que tiene el poder de iluminar también los lados oscuros de nuestra existencia, los bagajes que se diluyen como un azucarillo en las manos del Misericordioso.
Me gusta rezar estas palabras del Salmo 50: “Desde Sion (Jerusalén) la Hermosa sin par, Dios resplandece”, y lo aplico a la Escritura, que es la luz de Dios. Jesús, Palabra viva del Padre, es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”( Jn 1,9). Porque nadie puede ignorar lo que sucede en su corazón. Aunque uno sea capaz de enarbolar falsas banderas y engañar al mundo, ¿puede un hombre traicionarse a sí mismo? Al final se es consciente de los propios pensamientos y deseos, de los oscuros rincones y entresijos del corazón, y tomar nota de lo que allí sucede. Rastreando por esos laberintos llegamos hasta los motivos ocultos de muchas de nuestras acciones más aplaudidas, que nos hacen sentirnos, más que orgullosos, apesadumbrados y avergonzados de nosotros mismos.
¡Cuánto esfuerzo has gastado en ti y qué poco en los que te necesitan, de los que te has desgajado sin consideración! ¿No oyes en tu corazón que has pasado el tiempo sin coger a nadie de tus manos, que no has sido grano maduro en la espiga de tu vida?
Y Cristo me dice: “¿Cuántas veces he salido a tu encuentro volteando tu corazón? Aquí estoy de nuevo; despójate de tus cargas y verás qué hermosas son tus pisadas. Qué hermoso el amor cuando pasas levantando murmullos de gratitud. ¡Comienza! ¡No te detengas! No te quejes por haber llegado tarde. Acuérdate que estoy ahí, llenando tus manos y tu corazón. Vuelve a la lámpara y nunca te faltará Luz. El Dios de la abundancia te será propicio, pero primero quédate ligero de equipaje para regresar cargado de semillas y cosechas nuevas. Tu boca está sedienta: ¿acaso ignoras que Dios es el verdadero manantial que corre por las riberas de tu corazón? No te canses, abre los ojos y me encontrarás caminando contigo.”
Y yo, en continuo esfuerzo por superar con la ayuda de Dios mis achaques y escasa movilidad, firmemente persuadido de su gran misericordia, vivo feliz y dichoso. Siempre he dejado hablar a mi corazón sin ningún reproche. El dolor es solo un color en el arco iris de la vida. A medida que avanzo dando tumbos y trompicones confío a Dios mis propios esfuerzos. Cuando en numerosas ocasiones las lágrimas me han chorreao por las mejillas y si algunas veces conservé los ánimos hasta el final, siempre estuvo Dios a mi lado: “Levanta el ánimo, no permitas que tu alegría y entereza te abandonen”.
Mis piernas están condenadas a encontrarse con muchos obstáculos en el camino, pero la obra está muy lejos de su conclusión. Somos viajeros. No te quejes más, contempla a esas gentes de pesar sentido en sus semblantes y acude en su consuelo. Esperanza y tiempo humano (San Agustín). Yo sigo remando por el mar de Dios y de mis cosas. Virtud y felicidad están en perfecta armonía. Laus Deo.
Miguel Iborra Viciana