«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: “El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: “Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido». Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: “¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?». Le respondieron: «Nadie nos ha contratado». Él les dijo: «Id también vosotros a mi viña». Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: «Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros». Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: «Estos últimos han trabajado solo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”. Él replicó a uno de ellos: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos». (Mt 20,1-16)
Los que vivimos en la cuenca del Mediterráneo, aun sin viajar a Tierra Santa, conocemos los ambientes y realidades que aparecen en las Escrituras. También podemos evocar las esquinas o lugares determinados de pueblos y ciudades donde los jornaleros se plantan bien temprano a la espera de que algún capataz o empleador se ajuste con uno o varios de ellos para ir a determinado trabajo.
En cierta ocasión un empresario que daba trabajo directo a cincuenta o sesenta personas, me comentó: «Eso de los jornaleros que cobran igual habiendo trabajado menos horas es una inmensa injusticia, una mala pasada para los que trabajan desde primera hora. Yo no estoy de acuerdo con esa doctrina, me irrita».
Opinaba igual que aquellos que habían trabajado desde buena mañana e imaginaron un plus. Argumentaban que ellos habían soportado el bochorno del día, aunque realmente lo que les hizo crecer sus expectativas fue que el Señor empezara dando todo un denario a los incorporados al tajo en el último momento.
En verdad los que habían soportado «el peso del día y el bochorno«, y algo peor, fueron aquellos hombres que se habían quedado en la plaza viendo avanzar el día y acercarse la noche con la terrible perspectiva de volver a sus casas con las manos vacías. La angustia, la ansiedad y la desesperación tenían que ir en aumento conforme comprobaban que sus compañeros eran contratados y ellos relegados. En realidad los últimos estaban haciendo el ridículo. ¿Que hacían allí plantados después del mediodía? ¿Acaso alguien sale a buscar trabajadores al declinar la tarde? Posiblemente estaban allí solamente por no disgustar a los que —sin noticias— esperaban en la casa que el hombre trajera con él su salario.
El Señor es justo. Lo demuestra dándole a cada uno aquello en lo que se había ajustado; un denario. A los que habían trabajado poco también les dio un denario; no habían trabajado todos las mismas horas, pero las horas no trabajadas habían sido más duras que las trabajadas. Más insufrible es la zozobra anímica, la incertidumbre sobre el futuro, las razones objetivas para la desesperanza que el trabajo hecho con la certeza de una recompensa segura. Cansa más el paro que el trabajo.
No tienen razón los que protestan; primero, porque tienen lo prometido; segundo, porque no son quiénes para limitar la generosidad de su Señor; y tercero —y esto es lo implícito— porque son unos insolidarios, desentendidos de la suerte de sus compañeros. Son unos soberbios, que no se han planteado que a esas alturas que ellos —sí, ellos, los esforzados cumplidores— podían aún estar en la plaza sin trabajo, entretenidos en preparar la excusa a presentar en casa en vez de llevar un jornal. De modo que los insolidarios y soberbios son, fundamentalmente, unos desagradecidos, que ni se alegran de su propia suerte ni celebran la consolación que ha llegado a sus compañeros. Para ser justos ellos, los esforzados protestones tenían que haber estado orando todo el día en favor de los que aún quedaron en la esquina de la contratación, dando gracias por haber sido ellos llamados desde la primera hora y alegrándose por cada compañero que veían incorporarse a la «viña del Señor».
Y esta enseñanza hace referencia a lo estrictamente humano o laboral, es decir, a toda la humanidad en relación con el bien del trabajo, porque el trabajo y el sustento Dios los ha querido unir desde el principio (Laboren exercens nº 1). El paro es una tragedia que clama al cielo. «Una verdadera calamidad social«, en palabras de San Juan Pablo II (Ibidem nº 18).
Pero sin desentenderse de lo humano, Cristo habla de su reino que «no es de este mundo» (Jn 18, 36). Y con esta parábola remarca la igualdad de los incorporados a su Iglesia, que son pagados con la salvación, cualquiera que haya sido el momento de su conversión. Realmente los alejados no han estado «disfrutando del mundo» —como algunos justicieros agriamente insinúan— sino que han estado oprimidos por los ídolos y angustiados por el sinsentido; ellos sí que han sufrido «el peso del día y el bochorno«. Los que han vivido al abrigo de las tapias del aprisco no deben sentir celos de que el Buen Pastor descargue de sus hombros una tras otra las ovejas que se alejaron despavoridas en la noche de tormenta. Es justo que los «últimos sean los primeros», han sufrido más; los conversos son más auténticos. «¿O vas a tener tu envidia porque yo soy bueno?», dice El Señor.
Francisco Jiménez Ambel