«Fue Jesús a su ciudad y se puso a enseñar en la sinagoga. La gente decía admirada: ¿De dónde saca este esa sabiduría y estos milagros? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿No es su madre, María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso?”. Y aquello les resultaba escandaloso. Jesús les dijo: “Solo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta”. Y no hizo allí muchos milagros, porque les faltaba la fe». (Mt 13,54-58)
Si no me falla la memoria sobre aquellos años de desarrollo y final del Concilio Vaticano II, creo que fue el gran teólogo protestante Karl Barth, observador en el Concilio, considerado por muchos como el “Santo Tomás” de la teología protestante, por sus grandes y profundos escritos, entre otros, sobre la Carta a los Romanos, quien, ante la duda de abreviar texto y nombres en el canon de la misa, insistió en que si alguno debía permanecer era San José, la excelente figura del varón silencioso y justo que hoy pone la Iglesia ante nuestros ojos, cuando la mayoría de la gente los pone en la exaltación del trabajo, olvidando o soslayando dos cosas: una, que el trabajo, de por sí, conlleva y supone una carga o castigo por la caída en el pecado original —“Maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas… Comerás el pan con sudor de tu frente” (Gén 3,18-19)—; y, dos, porque la teología del trabajo encierra también en sí una carga positiva de colaboración con el Dios de la creación, hasta que todas las cosas tengan a Cristo por cabeza (ver Ef 1,10) y “Dios será todo en todos” (1 Cor 15,28).
El texto del Evangelio de hoy puede llevar a perdernos en disquisiciones arcaicas, tópicas y manidas sobre los hermanos de Jesús e, indirectamente, para desacreditar la virginidad perpetua de María antes del parto, en el parto y después del parto. No entraré en la superflua diatriba del sentido del término griego adelfos (hermano, en griego) para indicar también otros parientes de una persona, como si Abrahán, por ejemplo, no hubiera llamado «hermano» a su sobrino Lot (ver Gén 13,8 y 14,14-16), o Labán no dijera «hermano» para referirse a su sobrino Jacob (ver Gén 29,15), todo por no querer ver que en la Biblia no se usan las palabras «tío» o «sobrino», sino que a los que descienden de un mismo abuelo se les llama hermanos. Más aún, entre los términos de parentesco, está, anepsios, que significa primo, usado por un padre del siglo II (Hegesipo) para referirse a los primos de Jesús, en el amplio sentido de hermanos más que de parientes. De la misma manera, cuando se habla de las “tres Marías” en los evangelios, a una de ellas se la identifica como hermana de la Virgen María, que ya es decir, porque el padre habría puesto el mismo nombre a dos hijas, con lo que se nos está diciendo que esa otra María sería más bien prima o cuñada de la Virgen…; o, por ejemplo, se cita en este evangelio de hoy a cuatro primos de Jesús (Santiago, José, Simón y Judas) y, sin embargo, no se nombra en ningún texto a Juan Bautista, que también era primo de Jesús, en cuanto que su madre Isabel era familia de la Virgen (nosotros decimos prima, pariente dice el texto español de la CEE, cognata el texto latino y syngenís el texto griego: Lc 1,36). Tengo para mí que esta María (no la Virgen María) no es María Salomé, la madre de los Zebedeo (Santiago el Mayor y Juan), sino María Cleofás, probablemente viuda con dos hijos (Santiago el Menor y José), que se casó en segundas con Cleofás, supuesto hermano, primo o pariente cercano del mismo San José, el cual (Cleofás) habría aportado al matrimonio otros dos hijos, Simón y Judas, todos ellos, pues, primos carnales de Jesús.
Sea como sea la cuestión —y ya nos hemos extendido demasiado en ello—, la cosa es que San Mateo dedica gran parte de su capítulo 13 a exponer algunas parábolas de Jesús con sus aclaraciones. Deja las orillas del lago de Galilea y se va a su casa, a Nazaret, donde se pone a enseñar también en la sinagoga. Los oyentes se quedaron boquiabiertos, pero en vez de rendir su corazón a la sabiduría del Profeta que les hablaba, prefirieron cerrar sus ojos y su voluntad a la sapiencia de aquel “cantamañanas” que todos conocían por ser el hijo de María y pariente de muchos de sus conciudadanos, como si se tratara de un vulgar “cabeza de chorlito”. San Pablo lo describiría mucho mejor más tarde: “lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso” (1 Cor 1,27). Y lo que es más chocante es que ni siquiera se acuerdan de su padre, José, aquel carpintero o “manitas” que les arreglaba tantas cosas…, cuando precisamente sería San José quien enseñó al Niño las primeras Letras, las Escrituras, junto con la Virgen María, de tal modo que ya con doce añitos fue capaz de poner en aprieto a los doctos del Sinedrio y sacarles los colores…
Hoy siento con toda la devoción de que soy capaz que mi corazón va buscando ese rincón escondido en nuestras iglesias, donde puedo levantar los ojos a San José y pedirle extienda su mano sobre mi cabeza, desparramando todas las bendiciones de los antiguos patriarcas y profetas y las que él mismo derramó sobre la cabeza de Aquel que fue despreciado en su propia tierra, “por su falta de fe”.
Jesús Esteban Barranco