Una estrella brilla en el Oriente para este mundo arruinado y deshecho. Estamos en un campo de batalla donde dos libertades se enfrentan: la libertad del hombre con la libertad de Dios. La de Dios se llama AMOR y la del hombre libertad, si el hombre se decide por entrar en el campo de Dios, o libertinaje, si opta por el de su egoísmo (amor cerrado sobre sí mismo).
En este último campo tiene unos potentes aliados, que son el mundo, el demonio y la carne. Mientras que en el primero tiene por aliado el Dios de la misericordia que se manifiesta en la historia de cada hombre. Y la historia de cada hombre está encerrada en la santidad de Dios. ¿Y qué es la santidad de Dios? La respuesta la he encontrado en una “mizwa” judía que dice: Dios es el santo de los santos por su entrega total al hombre. Dios se olvida de sí mismo: de su gloria, de su omnipotencia, de su inmensa grandeza, para pensar solo en el hombre. Ha mirado complacido la tierra, este granito de arena del inmenso universo (creado por Él) y en ello ha puesto al hombre, creado a su imagen y semejanza, dándole la misma capacidad divina, la de amar, y para ello lo ha dotado de libertad, ya que solo se puede amar siendo libre, es decir, capaz de escoger a quien amar.
Toda la historia del pueblo de Israel es una larga historia de este combate de Dios con el hombre, o del hombre con Dios. En realidad este combate se inició antes de crear al hombre, pues comenzó ya con la primera creación, con la de los ángeles. Así nos lo describe bellamente Santa Hildegard de Bilingen en su escrito de “Civitas”: “Dios hizo los ángeles para el amor y por esto les concedió la libertad de decir a Dios sí o no. Unos decidieron por el amor y entraron definitivamente en el Reino del Amor, otros dijeron que no porque querían ser cómo Dios y se alejaron para siempre del Reino del Amor. Dios no condena a nadie, le deja la libertad de escoger”.
El combate de Dios con el hombre o del hombre con Dios sigue en esta segunda etapa de la creación. El hombre se puede hacer Dios de sí mismo, como lo vemos quizá más que nunca en esta nuestra época. Esto lleva a la autodestrucción, porque el hombre sin amor se autodestruye y el auténtico amor solo viene de Dios. Negar a Dios es negar el Amor. Lo que el hombre de hoy llama amor no es amor, es egoísmo, es búsqueda solitaria de una felicidad inexistente en lo material y en lo físico. “Yo siento; yo poseo; yo disfruto a costa de los demás”. Mientras que el Amor es darse; el Amor es donarse; el Amor es descubrir que los demás necesitan de mí, que necesitan ser amados. Y esto solo lo podemos encontrar en Dios, que es el Amor por excelencia.
Y en estas tinieblas del mundo de hoy nos llega Navidad, que nos recuerda que Dios se ha olvidado de sí mismo y se ha recordado del hombre, encarnándose en las entrañas purísimas de una humilde doncella de Nazaret, para luego aparecer como luz en una cueva de Belén como el más pobre del mundo. Iluminando con su luz al mundo que estaba en tinieblas y que hoy ha vuelto a las tinieblas. Un mundo que cubre la luz con el celemín de su razón, de su autosuficiencia. El hombre quiere por sí mismo ser la medida de todas las cosas.
Celebrar Navidad es quitar este celemín y volver a la luz del Hijo de Dios nacido en Belén. Esta fiesta llama a la conversión. Es tiempo de esperanza, de confianza en que Dios viene. Mis mejores deseos para que Navidad sea realmente el reencuentro con Dios, que es lo mismo que deciros: ¡Feliz Navidad! ¡Entrando con toda confianza en el año 2012!