A la luz de estos textos, podemos afirmar que el nombre de Dios: “Su Ser”, se vierte sobre todos aquellos que creen en Él. Puesto que esta afirmación podría parecer gratuita, nos acercamos al Prólogo de san Juan y parafraseamos catequéticamente algunos de sus versículos: “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo… Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,9-12).
Como hemos podido ver en el texto, Juan empieza con un enunciado acerca de la Palabra. Ella es la luz verdadera que ilumina a todo hombre. Es luz verdadera en la misma línea en que llama al Hijo de Dios el Verdadero (1Jn 5,20). También en la misma línea en que el mismo Jesús se llama a sí mismo la vid verdadera (Jn 15,1), y también el pan verdadero enviado por el Padre (Jn 6,32). Palabra salida de su boca que hace frente a toda tentación del Príncipe de la mentira (Mt 4,4).
Esta Palabra, continúa diciendo Juan, vino a su casa, al pueblo santo escogido por Dios; los suyos, sin embargo, no la recibieron. Nos detenemos un momento en esta apreciación catequética de Juan. La fe es una gestación, no una acumulación de creencias y saberes. Es una gestación, y en cuanto tal, primero se recibe, y posteriormente se concibe. Es, por lo tanto, una Encarnación de Dios analógicamente igual a la de María de Nazaret. Ella, primero recibió, por medio del ángel, la Palabra, y luego la concibió. Empezó a gestarse cuando miró de frente al enviado de Dios, y, sabiendo que este Dios es el Dios de los imposibles, le dijo confiadamente: Hágase; es decir, suplicó a la Palabra: ¡Hazte en mí!
Es un concebir en el alma tan real que provoca en los y las gestantes una verdadera creación: la creación en Jesucristo, como le llama san Pablo (2Co 5,17). El ungüento de Dios, su divinidad, se ha derramado, vertido, sobre estos hombres con tal profusión que el mismo Pablo dice de ellos que son “el buen olor de Cristo” (2Co 2,14-15).
Hablamos de la fe adulta, la que se concibe, crece y se desarrolla por medio de la predicación del Evangelio: “La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo” (Rm 10,17). Es la fe adulta la que nace de esta predicación que, precisamente porque se apropia de todo nuestro ser, permite a Dios ofrecerse tal y como es, es decir, nos da todo lo que Él es; todo el ungüento que contiene su Nombre: “Yo Soy el que Soy” (Éx 3,14). Volvemos al texto del Prólogo de Juan que dejamos antes en suspenso: “A todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre”.
Juan se está refiriendo a todos aquellos que creen, se apoyan, se abrazan, se estrechan contra este Nombre en el que la esposa del Cantar de los Cantares reconoció la fragancia de su alma, de su existencia. No hay absurdo, ni desvarío, ni sin sentido, en lo que está diciendo esta mujer; comprendió que toda ella estaba en Él, y que todo Él vivía en ella. Llamó ungüento a su Nombre y comprendió que era el amor de Dios el que le movería a Él mismo a inclinarse sobre ella derramando así su elección y predilección… ¡Su propio Nombre!
¡Tu propio Nombre pronunciado sobre mí!, exclama fuera de sí Jeremías. No cabe en sí de asombro, sorpresa y gozo. Tú, le dice a Dios, me das tus palabras que alimentan mi fe. Mi relación de amor contigo es tal que más que comer tus palabras, las devoro. Por medio de ellas viertes sobre mí tu Nombre: “Cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba; tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque tu nombre fue pronunciado sobre mí, Señor, Dios mío” (Jr 15,16).
No está loco Jeremías. No está bajo ninguna crisis ni es un caso patológico. Está viviendo y, al mismo tiempo, anunciando proféticamente, el don que Dios dará a los hombres por medio de su Hijo. Juan lo expresa admirablemente en el libro del Apocalipsis: “Al vencedor le daré maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y, grabado en la piedrecita, un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe” (Ap 3,17).
El maná escondido: la Sabiduría de Dios, y que Él encierra en el Evangelio de su Hijo. Maná que está oculto para los sabios e inteligentes de este mundo, y a flor de tierra para los pequeños de Dios (Mt 11,25-27).
Como hemos visto, junto con el maná escondido, Jesús promete un nombre nuevo –el suyo-, grabado en una piedra blanca. Es la piedra angular sobre la que el discípulo apoya su vida, su fe. La piedra angular es el mismo Señor Jesús. En ella escribe su nombre, convirtiendo al discípulo en Templo Santo de la gloria de Dios. El Templo nuevo, profetizado por Ageo, que supera en gloria, es decir, en Presencia, al antiguo Templo de Jerusalén (Ag 2,9).
Por supuesto que la profecía tiene su pleno cumplimiento en Jesucristo, Templo de la gloria y santidad de Dios; mas también se cumple en todos y cada uno de sus discípulos. Templos de Dios, moradas de Dios, de su gloria y santidad por el hecho de que Él mismo viene a habitar en todo aquel que escucha y guarda su Palabra, tal y como lo dice el mismo Señor Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
Antonio Pavía