En aquel tiempo, Jesús salió de nuevo a la orilla del lago; la gente acudía a él, y les enseñaba.
Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme.»
Se levantó y lo siguió. Estando Jesús a la mesa en su casa, de entre los muchos que lo seguían un grupo de publicanos y pecadores se sentaron con Jesús y sus discípulos.
Algunos escribas fariseos, al ver que comía con publicanos y pecadores, les dijeron a los discípulos: «¡De modo que come con publicanos y pecadores!»
Jesús lo oyó y les dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (San Marcos 2, 13-17).
COMENTARIO
“Jesús salió de nuevo a la orilla del mar; toda la gente acudía a Él y les enseñaba”
Jesús no deja de pasar a nuestro lado. A lo largo de sus años de estancia en la tierra recorrió, infatigable, los caminos de Judea, de Samaría, de Galilea. Ha venido a la tierra para encontrarse con todos los hijos de los hombres, con todos los hijos de su Padre Dios, y hacerse el encontradizo con quienes le busquen, con quienes mantengan viva en lo hondo de su espíritu esa “sed de Dios”, que el mismo Dios ha sembrado en el corazón de todo ser humano, y que mueve al hombre a dirigirse a su Padre Dios.
Y seguirá saliendo de nuevo a la orilla de todos los caminos, hasta el fin del mundo, para encontrarse con nosotros, peregrinos en esta tierra camino del Cielo.
“Al pasar vio a Levi, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos y le dice: “Sígueme”. Se levantó y lo siguió”.
El Señor va al encuentro de Levi, Mateo. ¿Cómo habrá mirado Jesús al cobrador de impuestos para que el hombre, dejando todo le siguiera? Mateo ha podido reaccionar como otras personas a las que el Señor les invitó a seguirle: uno que tenía que despedirse de sus padres, y no le hizo caso; otro que se puso triste y regreso cabizbajo a la miseria de su vida.
Mateo nos da un ejemplo precioso para que nos decidamos a seguir a Jesús: Él siempre busca nuestra bien; nos conoce, nos ama y quiere convertirnos en apóstoles para que tengamos la alegría de anunciar su Nombre, la realidad de su Ser: el Hijo de Dios hecho hombre; y dar a sí Luz al mundo que, sin Él, camina siempre en tinieblas, en el odio, en la miseria de su propio pecado.
“Los escribas de los fariseos, al ver que comía con publicanos y pecadores, decían a sus discípulos: ‘¿Por qué come con publicanos y pecadores?”
Jesucristo ha venido al mundo para hacer realidad la voluntad de Dios Padre: “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”. Y quiere llegar a todos los hombres para abrirles el corazón, la mente, a la luz de la Verdad. Come con publicanos y pecadores, porque viene a salvarnos a todos, a llamar a gentes de todos los pueblos, de todas las razas, y abrirles las puertas de la única Casa de Dios, de la Familia de Dios. A unir a toda la humanidad en la Casa de Dios, que es la Iglesia.
Jesús lo oyó y le dijo: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
El Señor sabe que no hay ningún justo sobre la tierra. Todos somos pecadores. Ya nos lo recordó el Eclesiastés: “No hay hombre justo en la tierra que haga el bien y nunca peque” (7, 20); y Jesucristo le dice al joven rico: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno sino solo Dios” (Mc. 10, 18).
En los pasados días de Navidad y de Epifanía, el Señor ha comenzado su caminar sobre la tierra en la esperanza de que los hombres escuchemos su voz, y descubramos los deseos de su Corazón. Él viene “`para que todos los hombres nos salvemos y lleguemos al conocimiento de la verdad” (cfr. 1 Tm 2, 4). Sabe que todos somos pecadores, y nos invita a pedir perdón por nuestros pecados –el Sacramento de la Reconciliación, la Confesión-, a convertirnos, y a caminar con Él en todos los momentos de nuestra vida.
La Virgen Santísima, el único ser humano Justo que ha caminado sobre la tierra, que es “refugio de los pecadores”, nos ayudará a dar gracias a su hijo Jesús, que nos acoge siempre con una sonrisa cuando de rodillas le pedimos perdón por nuestros pecados, y nos sentamos con Él para recibir la comida de su Cuerpo y de su Sangre: la Eucaristía.