La Iglesia, cada parroquia, toda comunidad eclesial, debe organizar su propio servicio de caridad cristiana si no quiere que su labor evangelizadora quede incompleta y mutilada. No olvidemos la llamada de Juan Pablo II: “Es la hora de una nueva ‘imaginación’ de la caridad”. Sin embargo, entre la acción caritativa propia de la evangelización de la Iglesia y la dedicación humanitaria de muchas otras instituciones no necesariamente cristianas, hay, y debe haber, una distinción –que no separación– esencial. La verdadera caridad cristiana va más allá de una dedicación meramente filantrópica.
Esta imaginación de la caridad reviste cada vez más importancia, dado que son muchas las ONG y otras instituciones de diverso tipo que, entre sus fines y actividades, dan especial cabida a la dedicación a servicios solidarios o tareas humanitarias. Me permito recordar aquí algunas pautas y criterios generales que puedan ayudar a dar un perfil eclesial a nuestra acción caritativa:
1. El anuncio del Evangelio es la primera forma de caridad; pero sin una evangelización llevada a cabo mediante el testimonio de la caridad, corre el peligro de ser incomprendido o de quedarse en un mero discurso y en palabrería vacía de significado. En Cristo es inseparable el anuncio del Reino de Dios y su caridad a favor de los más necesitados, y así debe ser también para la comunidad cristiana. Porque “la caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras”, dice Juan Pablo II en el n. 50 de “Novo millennio ineunte”. Solo entonces el ejercicio de la caridad cristiana se convierte en una viva confesión de fe.
2. Hay que rechazar la tentación de una espiritualidad exclusivamente intimista e individualista –y en último término inoperante– que tiene poco que ver con las exigencias de la caridad cristiana y, en realidad, con el núcleo del Evangelio.
3. El ejercicio de la caridad puede tener formas y modalidades distintas y variables a lo largo de la Historia, pero en todas ellas debe reflejarse con claridad su ‘ser eclesial’, es decir, deben desarrollarse en concordia con la misión y el ser de la Iglesia. En consecuencia, se hace necesaria la referencia o vinculación explícita de la acción caritativa y social a las iglesias particulares, a la vida de cada diócesis, como expresión concreta de que la Iglesia es misterio de comunión.
4. La caridad eclesial no tiene envidia del bien hecho por otros sino que se alegra con el bien que realizan personas y entidades no eclesiales. Solo le importa que los pobres sean amados y servidos. Hasta se retiraría de aquellos campos que están suficientemente atendidos para descubrir las nuevas formas de pobreza que requieren su servicio. El Papa, en “Deus caritas est”, n. 31, insiste en que la caridad no debe ser proselitista sino independiente de partidos e ideologías, es decir, gratuita y universal.
5. Hay que buscar la buena gestión de los bienes materiales que tenemos en nuestro poder, porque la caridad debe ser efectiva y eficiente. Pero no podemos compartir solo bienes materiales. La verdadera caridad cristiana, la que procede de Dios, exige algo más: supone el compartir también los bienes espirituales, de más valor y trascendencia para la salvación del hombre. El papa Benedicto XVI, en el n. 28 de la encíclica “Deus caritas est”, insiste en esta idea: “Este amor no brinda a los hombres solo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, una ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material. La afirmación según la cual las estructuras justas harían superfluas las obras de caridad, esconde una concepción materialista del hombre”.
6. Junto a la acción caritativa organizada de la Iglesia, el mundo necesita también del testimonio personal de cada uno de los cristianos, esos samaritanos anónimos que prolongan el servicio de Cristo a los necesitados allí donde las estructuras de la acción caritativa más organizada no llega.
7. Es necesaria la coherencia entre el ‘ser’ de las personas, agentes de la caridad, y las ‘obras’ de la Iglesia por ellas realizadas. La caridad de la Iglesia debe hacerse operante a través de los que la representan y actúan en su nombre y, para ello, es necesaria la comunión con la fe de la Iglesia.
8. El ejercicio de la caridad debe ser respuesta en una situación determinada a una necesidad concreta. Debo amar y servir con la palabra, con el pensamiento, con mi obrar, pero siempre al prójimo concreto que me sale al paso en el camino diario de la vida. Benedicto XVI, en la “Deus caritas est”, n. 15, afirma que “mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto”.
9. No basta la competencia profesional para un cualificado servicio de la caridad. Es imprescindible esa ‘entraña de humanidad’, la atención del corazón, es decir, un corazón que ve y sale al encuentro de las necesidades del otro.
En definitiva, se trata de buscar esa semejanza con la donación y entrega del Corazón de Cristo que dijo a sus discípulos: “El que quiera ser el primero entre vosotros, sea vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20,27-28). Semejante acción caritativa, desde la perspectiva de una verdadera caridad cristiana, va más allá de una dedicación meramente filantrópica, ya que busca identificarse con la gratuidad divina, que se nos da en la acción del Espíritu Santo, en cada gesto y atención al prójimo, fruto del amor del Padre y del Hijo.