Hemos visto que Moisés, dadas las circunstancias, se ha encontrado en la necesidad de huir apresuradamente a Madián. Definitivamente, a Israel, el pueblo santo de Dios, aquel que Él prometió a Abrahán que habría de ser numeroso como las arenas del mar y las estrellas del cielo (Gn 22,17), no le puede ir peor en Egipto. Desde la muerte de José las cosas no hacen más que agravarse. El tiempo se encarga de borrar recuerdos; y la figura de José, el gran primer ministro que libró de la hambruna y la miseria a Egipto gracias a su buen gobierno (Gn 41,46-49), ya no es siquiera una sombra. Sus descendientes, los israelitas, son cada vez tratados con más desdén y desprecio. Llega, pues, un momento en que los someten y reducen a la esclavitud.
A todo esto, ¿dónde está Dios? De generación en generación, los israelitas contaban a sus hijos las extraordinarias maravillas que su Dios había hecho con su pueblo. Nombraban con auténtico amor reverencial a sus patriarcas Abrahán, Isaac, Jacob, etc. Las noticias que se pasaban de padres a hijos tenían este carácter de todo lo que es extraordinario y maravilloso. En definitiva, de generación en generación, se tenía la conciencia de que el pueblo de Israel era un pueblo bendecido por Dios.
Así pues, preciosas y dignas de admiración eran tantas y tan bellas gestas de Dios para con ellos por medio de sus patriarcas. De acuerdo, las historias no pueden ser más gratificantes; pero una pregunta, o más aún, una duda tremendamente cruel se deslizaba entre sus cuerpos, agrietados por el golpeo constante e inmisericorde de aquellos que les tenían tan brutalmente sometidos. La pregunta, la duda, y digamos también, el escepticismo y la incredulidad tenían una formulación: ¿Dónde está este Dios del que nos hablan nuestros padres? ¿Dónde está el Dios de Abrahán, de Isaac, de Jacob…?
En sus dudas, nos parece oír a todo el pueblo decir amargamente: ¿Nos vais a decir que este Dios tan maravilloso de nuestros antepasados es el mismo que el nuestro? y si lo es, ¿qué hace por nosotros? ¿Por qué no se mueve? ¿Por qué no nos ayuda? ¿No se habrá vuelto ciego, sordo y mudo? ¿Se acuerda de nosotros?
No hay duda de que estas o parecidas preguntas salen de nuestra boca aSÍ, atropelladamente, en las grandes encrucijadas, a veces tan dolorosas y desconcertantes, que la vida nos depara. No es fácil aceptar que hacen parte del crecimiento de nuestra fe, que son la salsa obligada en la que se cuaja todo discipulado. Por supuesto que el autor del libro del Éxodo tiene en mente todas estas preguntas, cuitas y murmullos que salen de la boca de Israel. Sabe el cronista que toda esta cascada de interrogantes, tan teñidos del más cruel escepticismo, estuvo a flor de piel en la boca de los israelitas durante su esclavitud en Egipto. Oigamos la respuesta de Dios ante el escepticismo de su pueblo: «Durante este largo período murió el rey de Egipto; los israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor, que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus gemidos, y se acordó de su alianza con Abrahán, Isaac y Jacob… » (Ex 2,23-24).
Pues sí, ahí tenemos expuesta una de las líneas maestras de la espiritualidad bíblica. Dios sí se acuerda, sí se entera de todo lo que le pasa a su pueblo. El problema de los israelitas, igual que el de todo hombre, es que son esclavos del tiempo, mientras que Dios está por encima de él. Su salvación, a pesar de las apariencias, es permanente.
Hablando del discipulado, encontramos entre otros muchos, un pasaje en los Evangelios en el que percibimos con rotunda claridad que el Señor Jesús, el que llama, es también el que mantiene con su cuidado y solicitud a aquel a quien ha llamado. Aunque todo se vuelva en contra, no pierde de vista a ninguno de sus discípulos. El acontecimiento al que me refiero es el de la curación que Jesús hace de un ciego de nacimiento que es popularmente llamado «el de la piscina de Siloé». La narración se desarrolla a lo largo de todo el capítulo noveno de Juan.
Jesús cura a este hombre, y hasta ahí todo normal si no fuera porque el milagro choca frontalmente con la oposición de los escribas y fariseos. La excusa para su belicosidad no puede ser más ridícula. Resulta que Jesús había hecho barro con sus manos y, por medio de él, había abierto los ojos del ciego. Pero ¡lo había hecho un sábado!
En seguida empieza un cerco contra este hombre que había sido curado. La vida se le complica por momentos. Incluso sus padres responden con evasivas a los fariseos cuando éstos les preguntan si es que era realmente verdad que su hijo había nacido ciego. Los padre temerosamente les dicen que sí, que había nacido ciego pero que no saben cómo había recobrado la vista. Respondieron así, puntualiza Juan, porque los judíos habían amenazado con expulsar de la sinagoga a todo aquel que reconociera a Jesús como el Cristo, el Ungido, el Mesías de Dios.
Tenemos a este hombre desvalido de todo lo que hasta ahora era su entorno social, religioso e incluso económico. Hasta sus padres, en cierta manera, se desentienden de él. Sin embargo, él sí que dio testimonio de Jesús, lo que le valió el desprecio de los suyos. Su vida empieza a ser lo más parecido a una tragedia. Ha sido excluido de la sinagoga, centro de la vida religiosa y social de todo judío… y a todo esto, Jesús, «el autor del desaguisado», ¿se ha enterado de algo? Por supuesto que sí. Comprobémoslo: «Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: ¿Tú crees en el Hijo del hombre? Él respondió: ¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: Le has visto: el que está hablando contigo, ése es. Él entonces dijo: Creo, Señor. Y se postró ante él» (Jn 9,35-37). No hay duda de que Jesús lo juzgó ya apto para el discipulado. ¡Vaya que si estuvo pendiente de él!