«En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”». (Mt 5,1-12a)
El evangelio de hoy, festividad de Todos los Santos, de los conocidos y de los desconocidos, la Iglesia nos presenta las Bienaventuranzas: las diez exhortaciones incluidas en el largo discurso que Jesús pronuncia en la ladera de un monte al lado del Mar de Galilea, cerca de Cafarnaúm, y que es conocido como el Sermón de la Montaña. Se tratan estas, nada más y nada menos, que del cogollo de la predicación de Jesús. Si alguien quiere saber en qué consiste seguir a Cristo —al que todos los santos de la Iglesia acompañaron— esto es lo que le espera, según reza la primera parte de la bienaventuranza: pobreza de espíritu, sufrimiento, hambre y sed de justicia, perdonar y no resistirse al mal, persecución, calumnias….
Está claro que, si nos quedamos aquí, alguien puede pensar: visto lo visto, ¿compensa seguir a Cristo? Pues sí, compensa, y mucho. Es más, es fuente de absoluta felicidad. ¿Absoluta felicidad? ¿Es posible afirmar esto hoy de modo tan categórico, cuando se impone el relativismo en todas las cuestiones humanas y sociales? Sí lo es. Si avanzamos un poco más descubriremos cómo la segunda parte de cada bienaventuranza promete la recompensa, y no una recompensa cualquiera sino aquella que ansía nuestro ser más íntimo —y que incluso puede que ni sepamos—, que es el Reino de los cielos, la comunión total con nuestro Padre y creador. De ahí que las Bienaventuranzas respondan al deseo natural de felicidad que Dios ha insertado en nuestro corazón.
Me abstraigo a aquel monte y me imagino qué gusto debía ser escuchar a Jesús. La multitud que le seguía —hombres, mujeres, niños, ancianos…— se sentaría en el suelo, encima de las piedras, en la hierba o donde pudiera, para prestar atención a las palabras de aquel galileo tan enigmático y arrollador que hablaba con Verdad. Sus palabras eran dardos encendidos que iban directamente al tuétano del alma. Han pasado veinte siglos y siguen siendo igual de eficaces y vigentes, como espada de dos filos. La verdadera alegría no reside en la riqueza o el bienestar, tampoco en el poder o en la gloria humana; la ciencia, la técnica y la cultura, por muy necesarias y beneficiosas que sean, son limitadas y como tal se pueden equivocar. Dios nunca se equivoca ni da malas noticias.
En los santos encontramos modelos, estímulos e intercesores para nuestro encuentro con el Señor en la propia vida. Ellos ya están disfrutando de la vida eterna, la misma a la que nosotros estamos llamados. Señor, ayúdanos a no despreciar la herencia prometida, a no renunciar a los bienes eternos, puesto que la única y verdadera dicha está en el amor de Dios.
Victoria Serrano