«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: “El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto? Ellos les contestaron: “Sí”. Él les dijo: “Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo”. Cuando Jesús acabó estas parábolas, partió de allí». »”. (Mt 13, 47-53)
Con la parábola de la red barredera, Jesús termina el discurso de las parábolas del Reino. Esta parábola recoge una enseñanza semejante a la del trigo y la cizaña: en el tiempo presente y hasta el fin del mundo, en el reino de Dios encontraremos frutos buenos y malos, santidad y pecado… Es inevitable que los “hijos de Dios” convivan con los “hijos del Maligno”, y que el mal y el bien se entrecrucen a lo largo de la historia y en nuestras vidas personales; pero al final, Cristo, el Hijo del Hombre triunfante, vendrá a juzgar a todos y a dar a cada uno según sus obras.
Hoy se oye poco hablar del Juicio, tanto del “juicio final” al fin de los tiempos, como del “juicio particular” en el momento de nuestra muerte. Y, sin embargo, es esta una de las verdades de nuestra fe que profesamos en el Credo: “Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”.
A primera vista, el juicio no se nos hace una realidad agradable: a nadie le gusta que le juzguen, que se metan en su vida, que le digan las cosas que ha hecho mal o las que podría haber hecho mejor. Nos puede dar miedo pensar que tras la muerte cada uno recibiremos una retribución inmediata como consecuencia de nuestras obras y de nuestra fe. Sin embargo, nos da paz pensar que el Señor será para nosotros un Amigo, un Hermano y que, como decía San Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el amor”.
En su encíclica sobre la esperanza, Benedicto XVI habla del juicio como un lugar — junto a la oración y al sufrimiento— de aprendizaje y ejercicio de la esperanza. El pensar que al final de nuestra vida seremos juzgados por nuestro Padre Dios, ha servido a los cristianos de todos los tiempos “como criterio para ordenar la vida presente, como llamada a la conciencia, y al mismo tiempo, como esperanza en la justicia de Dios” (Spes Salvi, 41).
La fe cristiana ha de tener los ojos abiertos al juicio de Dios. Nuestra vida ordinaria debe de estar impregnada de esta verdad que nos invita continuamente a la conversión. Por eso, un medio muy adecuado para el ejercicio y el aprendizaje de la esperanza es el examen de conciencia, una práctica sencilla y eficaz que nos ayuda a rectificar el rumbo con la ayuda de Dios; una costumbre acreditada por la experiencia de los santos y los maestros espirituales. Nos dice san Agustín: “Avanzad siempre, hermanos míos. Examinaos cada día sinceramente, sin vanagloria, sin autocomplacencia, porque nadie hay dentro de ti que te obligue a sonrojarte o a jactarte. Examínate y no te contentes con lo que eres, si quieres llegar a lo que todavía no eres. Porque en cuanto te complaces de ti mismo, allí te detuviste. Si dices ¡basta!, estás perdido” (Sermón 169). Y también San Josemaría: “Examen. Labor diaria. Contabilidad que no descuida nunca quien lleva un negocio. ¿Y hay negocio que valga más que el negocio de la vida eterna?” (Camino, 235).
Cada momento de examen de conciencia es una ocasión para dar gracias a Dios por muchas cosas, para pedirle perdón por nuestros pecados y para comenzar nuevamente a seguir a Jesús; en definitiva, para decirle al Señor con San Ignacio de Loyola, cuya fiesta hoy celebramos: Dios mío, “que no sea sordo a tu llamada”. (Ejercicios espirituales 91)
Juan Alonso García