“Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Jesús le contestó: “Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”. Él replicó: “Maestro todo eso lo he cumplido desde mi juventud. Jesús se lo quedó mirando, lo amó y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en los cielos, luego ven y sígueme”. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¿Qué difícil le será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!” Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Jesús añadió: “Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios!” Ellos se espantaron y comentaban: “Entonces, ¿quién puede salvarse? Jesús se les quedó mirando y les dijo: “Es imposible para los hombres no para Dios. Dios lo puede todo” (San Marcos 10, 17-27).
COMENTARIO
Me quedo con esta frase del evangelista: “Jesús se lo quedó mirando y lo amó”. Él joven que se le acercó llegó corriendo, y se arrodilló ante él en un acto de amor y adoración que solo se debe ante Dios, como lo hizo el ciego de nacimiento de Jerusalén (Juan 9, 38), y le llamó “Maestro bueno”, y le formuló la mejor pregunta, la más importante para un cristiano, ¡ahí es nada!, “qué haré para heredar la vida eterna”, y Jesús, le contestó, le enumeró los mandamientos de la ley, y aquel hombre, aun postrado, le ofreció el relato de su vida, de un modo hermoso, con sinceridad, con candidez y con dulzura, “Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud”. Y Jesús se emocionó, y lo quiso para él, y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme”.
Jesús lo quiere todo de los que lo aman, pero el requerido, el amado de Dios, no se atrevió a seguirlo, le faltó el valor necesario para dar aquel paso tan importante, quizá, no estaba preparado para ello, y se marchó triste, le hubiera gustado hacerlo, de ahí su tristeza del bien perdido, pero se fue, le dio la espalda a Jesús.
Y al que así se fue sabiendo lo que Jesús le pedía, que era mucho para él, tanto, tanto, como lo que él mismo le había pedido al maestro, “heredar la vida eterna”, a ese hombre del evangelio de san Marcos, “solo le faltaba una cosa”, tal como nos lo dice Jesús. ¡Dios mío!, solo una cosa. ¿Y a nosotros?, ¿cuántas cosas nos faltan? ¿A cuántos mandamientos de distancia estamos de Dios para que solo nos falte “una cosa” para alcanzar el cielo? ¿Los hemos cumplido todos desde nuestra juventud, como el joven del Evangelio? ¿Somos tan buenos como para poder reprocharle a él su cobardía, si así la quisiéramos llamar ahora?
Dice el evangelista “que era muy rico” y que por eso se marchó, y que Jesús les habló a sus discípulos de lo difícil que era para los ricos entrar en el reino de los cielos. Pero para ellos también es la misericordia divina, y cuando ellos exclamaron “¿entonces, quién puede salvarse?, Jesús, se los quedó mirando, y les dijo: “Es imposible para los hombres no para Dios. Dios lo puede todo”.