En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando estaba cerca de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo:
–No llores.
Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo:
–¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo:
–Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.
La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.
Jesús Esteban Barranco
Asistíamos ayer al milagro de la curación del siervo del centurión en Cafarnaún. El milagro de hoy es una resurrección. Naín se encuentra hacia el sur de Galilea a unos cuarenta kilómetros de Cafarnaún, un recorrido muy largo para hacerlo a pie en poco tiempo: no se trata de dos milagros seguidos en dos días distintos; por eso comienza el evangelio de hoy diciendo “poco tiempo después”. Acompañaban a Jesús dos categorías de personas: el grupo de los discípulos y “mucho gentío”, esto es, los que le siguen porque quieren imitarlo y aprender de él y los simpatizantes. ¿A qué grupo pertenezco yo?
En aquel ambiente, ya es una desgracia quedarse viuda (ahora también) y con un solo hijo; más desgracia aún si este se muere y lo llevan a enterrar. Pero llama la atención que, a diferencia con otras actuaciones taumatúrgicas de Jesús (curación de ciegos, paralíticos, endemoniados, leprosos…), aquí nadie le pide nada, nadie le suplica “Jesús, cúrame…, sana a mi hijo o a mi criado (como en el evangelio de ayer). Es Jesús el que toma la iniciativa: ve la escena y se conmueve, se “compadeció” de la viuda, dice el texto. Com-padecer es padecer-con, sufrir con quien sufre, en este caso, con aquella mujer ya presa de la desgracia de la viudez. La compasión en Jesucristo pertenece a su realidad de hombre, distinta de la misericordia propia de Dios que es: cierto que, en todo caso, es la misma misericordia divina quien se compadece de este mujer tan dolorosa y dolida; pero lo que aquí resalta es ese aspecto delicadamente humano de Jesús, cuyas entrañas se conmueven, como más tarde le pasaría ante la noticia de la muerte de su amigo Lázaro, hasta llorar en ese momento.
Los hechos, en sí, son sencillamente claros: Jesús no tiene remilgo alguno en ser tachado de impuro tocando el ataúd de aquel hijo de la viuda —se trataba sobre todo de comunicar la vida y no de cumplir una norma legal sobre la impureza—, cosa que extrañó a los que lo llevaban y, tal vez por eso, “se pararon”; mandó levantarse al muchacho, que “se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre”. Podemos imaginar la alegría y sorpresa de esta y el estupor de los acompañantes “sobrecogidos de temor”, un sabio temor que los llevaba a dar gloria a Dios.
No es difícil pasar de este hecho a la constatación de cuántos padres y madres están viviendo hoy esa viudez espiritual con algún hijo perdido en la mala vida. Estos padres y madres tenemos que oír la voz del Señor: “No llores”, es decir, deja el llanto y ten fe, deja de lamentarte de esa situación que te mortifica y lleva a preguntarte “qué he hecho yo para que este hijo o hija viva así”, y ten fe, porque, si tienes fe, ¿por qué lloras? Pero el Señor también comprende tus lágrimas y se conmueve, y porque sabe que ese “difunto” hijo tuyo volverá a la vida, te repite “No llores”, o, como recuerda San Pablo, “no os aflijáis como los que no tienen esperanza” (1Tes 4,13).
Pero yo quiero ir más lejos: esta viuda de Naín es símbolo de la Humanidad desolada, que no puede hacer más que llorar el fruto de sus propias entrañas, el pecado, y dirigirse derechita camino del cementerio ante la realidad de la muerte. Es Jesús, sin que la Humanidad se lo pida, quien le sale al paso, antes del entierro; se conmueve, toca nuestro féretro, nos manda levantarnos, nos incorpora y nos devuelve a la vida. La Humanidad va camino del cementerio, pero ese no es el camino correcto, el camino correcto es el mismo Jesús —“Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6)—: es Él el que se interpone en el camino de la muerte y, con su propia muerte y resurrección, nos devuelve la vida, porque la Vida es Él. Con su misterio pascual Él ha matado la muerte, y el cadáver ambulante en que nos ha convertido el pecado comienza de nuevo a incorporarse y a hablar, es decir, a vivir: el muerto (la Humanidad, yo) se incorpora para caminar por el Camino que es Jesucristo y torna a hablar en un lenguaje nuevo, como todos aquellos que fueron testigos de la resurrección del hijo de aquella viuda de Naín, es decir, a alabar a Dios porque “ha visitado a su pueblo” y a difundir la noticia, a proclamar la Buena Nueva: el kerigma.