En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: -«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: – «¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.» Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: – «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.» Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: – «¿También vosotros queréis marcharos?» Simón Pedro le contestó: – «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios»(San Juan 6, 60-69).
COMENTARIO
Este pasaje del evangelio de hoy es inmediatamente posterior a aquél en que Jesús, en la Sinagoga de Cafarnaúm, dice que el alimento que él dará es mejor que el maná, y asegura que va a darles a comer su propia carne. “En verdad os digo: si no coméis la carne del hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros”
El largo párrafo del evangelio de Juan, que consta de 10 versículos del 49 al 59, nos presenta la tensa discusión de Jesús con los presentes, y culmina con: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que come de este pan vivirá para siempre.” Los judíos, se dice en este contexto, discutían entre sí horrorizados: ¿”Cómo puede este darnos a comer su carne?
Nos dice Juan, que muchos de sus seguidores le abandonan. Verdaderamente pongámonos en su caso: ¿Quién de nosotros aceptaría como normal esto?; otros de sus discípulos estaban en la duda y Jesús quiere dejarles entrever su divinidad; que se den cuenta de que todo lo que él haga va a ser distinto y maravilloso, como verle ascender al cielo, y volver a donde estaba antes, porque él viene de Dios. “Es el espíritu quien da vida; la carne no sirve de nada.” Es una nueva declaración, como otras veces, de que él es el Mesías, pero después de tanto tiempo, ansiosos en espera, cuando llega no son capaces de reconocerlo. La culpa fue de esa imagen de libertador político, que contaminó y deformó el mensaje de los profetas del antiguo testamento.
Reconocemos algo parecido en lo que nos pasa a los cristianos ya de cierta edad que hemos recibido una imagen de Dios algo deformada por los criterios de lo que debe ser alguien con suma autoridad: padre, pero temible; justo, pero castigador; bondadoso, pero lejano y ha quedado difuminada la gran cualidad de Dios, como insiste en su nuevo documento “Gaudete et exultate” el papa Francisco: la misericordia. Dios es justo por su misericordia, bueno por su misericordia, santo por su misericordia; porque Dios es amor y no puede actuar contra su propia esencia.
Nos interesa especialmente ver cómo las cosas se aclaran con la fe. La confesión de Pedro: “Tú tienes palabras de vida eterna” nos enseña a ver las aparentes incongruencias de nuestras creencias cristianas, no explicables por la razón, con los ojos de la fe sostenidos por la gracia. Las palabras de vida eterna de Jesús aseguran y dan credibilidad a su mensaje aún, cuando parece que la razón lo rechaza. Y los apóstoles confirman su seguimiento y su confianza en Jesús.
Hay en este pasaje evangélico hay una frase muy inquietante: “Nadie puede venir a mí si el padre no se lo concede”. Esta frase confirma lo que se nos ha dicho tantas veces: la fe es un don de Dios. Pero ¿no quiere Dios que todos vayamos a él? ¿No nos creó con ese impulso de “boomerang,” que vuelve a donde ha sido lanzado? ¿Por qué Dios no concede la fe a algunas personas y en cambio fuerza a otras a creer con hechos extraordinarios? ¿Cómo puede dejar a hijos amados en la oscuridad? No puedo comprenderlo. Sé de personas buenas que declaran que no pueden creer, no tienen agresividad contra el cristianismo, pero son incapaces de creer. Quizá Dios quiere que sea nuestra repetida e incesante oración por ellos, la que mueva el corazón de ese padre, que Jesús nos describió como infinitamente misericordioso.