En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Os he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque vosotros me queréis y creéis que yo salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre». Juan 16, 23b-28
Las relaciones entre la Iglesia Católica y el mundo islámico no están marcadas ni por un optimismo superficial, ni por un criticismo amargo. La actitud que inspira éste diálogo intereligioso desde el Concilio Vaticano II la encontramos claramente manifestada en el & 3 del Decreto Nostra Aetate que dice:
La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente (…) aprecian además el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral, y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno.
Leemos en el Salmo responsorial de la Liturgia de la Palabra de hoy 7/5/2016, que «Dios es el Gran Rey de toda la tierra», que «Él somete pueblos a nuestro yugo». E insiste: «Reina sobre todas las naciones». Para concluir: «Príncipes paganos se reúnen con el pueblo del Dios de Abrahám. De Dios son los gobernantes de la tierra, de Él, inmensamente excelso.» Sal 47, 3.4.9-10.
Ésta convicción de ser el pueblo «amado», su «heredad», y su «orgullo» (v. 5) le viene a Israel de la constante experiencia que tiene de Dios que actúa en la historia, lo defiende, lo corrige, siempre amándole.
«Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de alegría. Porque Yahvé, el Altísimo, es terrible.» Sal 47, 2-3a.
Porque humilla a los soberbios y ensalza a los humildes, en palabras de la Virgen de Nazaret.
Las batallas de David y de otros jueces y profetas de Israel, no son nada en comparación de las llevadas a cabo por los apóstoles de Jesucristo Resucitado y Glorioso que siguen anunciando por toda la tierra, la Paz profetizada por el Señor: «Y cuando yo sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí.» Jn 12, 32.
Cristo atrae-reune a las naciones todas mediante su martirio y muerte en Cruz, para darles Vida Eterna, para resucitarles de la muerte, para perdonarles los pecados, para reconciliarlos con Dios, para pacificar aquellas naciones que están enfrentadas.
Éste es el sentido profético de las palabras del Salmo 47:
¡Cuántas razas y pueblos han quedado sometidos al yugo del Amor! ¡Cuántos despreciados han visto derribados a sus pies a los antiguos opresores! (Sal 47, 4; Cántico de Pascua: «Precipitó en el mar.»)
¡Tocad!, dice el Salmo repetidamente. ¡Sube Dios entre aclamaciones, Yahvé al toque de trompeta! (v. 6-9).
Estamos a las puertas de Pentecostés. Jesucristo, en el evangelio de hoy (Jn 16, 14), afirma que la Venida del Espíritu Santo será para su glorificación y la glorificación del Padre.
Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros.
http://popefrancisholyland2014.lpj.org/es/2014/03/05/la-iglesia-y-el-dialogo-con-los-musulmanes/
Recomiendo el trabajo periodístico de Fernando de Haro, Coptos, viaje al encuentro de los mártires de Egipto, editado en Ensayos 553 (Testimonios) de la Editorial Encuentro, 2015, Madrid.