Oh Dios, tú mereces un himno en Sión,
y a ti se te cumplen los votos,
porque tú escuchas las súplicas.
A ti acude todo mortal
a causa de sus culpas;
nuestros delitos nos abruman,
pero tú los perdonas.
Dichoso el que tú eliges y acercas
para que viva en tus atrios:
que nos saciemos de los bienes de tu casa,
de los dones sagrados de tu templo.
Con portentos de justicia nos respondes,
Dios, salvador nuestro;
tú, esperanza del confín de la tierra
y del océano remoto;
tú que afianzas los montes con tu fuerza,
ceñido de poder;
tú que reprimes el estruendo del mar,
el estruendo de las olas
y el tumulto de los pueblos.
Los habitantes del extremo del orbe
se sobrecogen ante tus signos,
y a las puertas de la aurora y del ocaso
las llenas de júbilo.
Tú cuidas de la tierra, la riegas
y la enriqueces sin medida;
la acequia de Dios va llena de agua,
preparas los trigales;
riegas los surcos, igualas los terrones,
tu llovizna los deja mullidos,
bendices sus brotes;
coronas el año con tus bienes,
tus carriles rezuman abundancia;
rezuman los pastos del páramo,
y las colinas se orlan de alegría;
las praderas se cubren de rebaños,
y los valles se visten de mieses,
que aclaman y cantan.
A nosotros este canto nos invita a la acción de gracias en un sentido más amplio y más pleno aún que el que tiene el sentido literal del salmo. “Dios ha perdonado nuestras culpas y nos ha elegido y acercado para que vivamos en sus atrios, en una tierra cuidada y regada, enriquecida sin medida, donde nos sacia de los bienes de su casa, es decir, en la Iglesia, figura y comienzo terreno de su reino de felicidad eterna. Dios merece nuestro himno en Sión” (Pedro Farnés).
Este salmo, como la mayoría, atribuido a David, es un cántico al poder de Dios. ¿Y quién sino aquel que ha experimentado tal poder puede hacer semejante profesión de fe? David, de todos es sabido, experimentó la ira de Dios, pero también su misericordia; su silencio profundo, pero también su fuerte voz que le hablaba guiando sus pasos. Quizás después de una fuerte experiencia del Amor de Dios para con su vida, David pudo proclamar este cántico desde lo profundo de su ser, en agradecimiento al Todopoderoso. Y aquí ya encontramos algo importante que hay que tener en cuenta: Este cántico parte de una experiencia fuerte de Dios, de un encuentro profundo con la misericordia divina.
Pero hoy, ¿qué nos suscita este cántico? Lo primero es que nos habla del perdón. Algo que no está muy de moda en la actualidad, pues todo es la “ley del talión” (ojo por ojo…). Sin embargo, mirándonos a nosotros mismos, ¡cuánto hay que perdonar, Señor! Este salmo nos invita a reconocer nuestros pecados y a alegrarnos en el Señor, que todo lo perdona. Y así, sintiéndonos perdonados nosotros, nos será más fácil tener misericordia del prójimo. Este es un paso fundamental en el camino cristiano: tener la humildad de reconocerse pecador. Pero para eso hay que pedirlo, pues es un don de lo Alto que se nos concede solo si de verdad lo queremos. La Iglesia, en su sabiduría, nos muestra el camino a través de las oraciones y lecturas diarias y el escrutinio de la Palabra de Dios. Pero este camino es largo. No nos conocemos a nosotros mismos de la noche a la mañana; es más, nunca dejamos de hacerlo a lo largo de nuestra vida. Cuanto más cerca está uno de la Palabra de Dios, más se descubre pequeño y pecador. Y es en ese instante cuando más nos sentimos hijos de Dios, acogidos por Él como la elegida por el esposo. Como Cristo en la Cruz: el perdón es la muestra indudable del amor profundo al otro, porque es en su equivocación, en su pecado, en aquello que uno no soporta del otro, donde se da verdaderamente el pasar al otro, el quererle como nos ha querido Dios antes; es poner de manifiesto que “el otro es Cristo”. Si no nos sentimos perdonados, ¿a quién vamos a perdonar?
El Señor nos llama elegidos. Y como tales tenemos los privilegios de saciarnos de sus bienes, de su poder. Cuando uno ha experimentado la más absoluta falta de amor profundo, una soledad que con nada puede ser combatida, una crisis existencial… sólo es en ese momento de la vida cuando uno se ve en la tesitura de plantearse cosas en el ámbito espiritual que hasta entonces no se había planteado. Y uno se da cuenta de que no está solo, de que somos un pueblo elegido por Dios, que nunca nos abandona. Porque el sufrimiento es un misterio para el cristiano. No todo se puede explicar desde la razón, más si cabe cuando sabemos que el Señor habla al corazón del hombre. Pero cuando uno experimenta, apoyado en la oración de salmos como éste que nos ocupa, que Dios sale fiador y salvador, es en ese momento cuando el corazón exalta de gozo en alabanzas a Dios. Cuando uno descubre que solo Dios es quien puede llenar el vacío existencial del hombre, que no lo llena ni el alcohol, ni la música, ni el amor humano, ni el sexo, ni el dinero; aquello en lo que la juventud y la sociedad de hoy busca su apoyo. Uno, que es profesor en un colegio, ha visto cantidad de veces a chavales sin rumbo en sus vidas que solo se dejan llevar por la corriente de este mar caótico que nos rodea. Pero en el fondo, lo que buscan es el Amor con mayúsculas, sentirse amados, completados, con un sentido en sus vidas. Sentido que sin un encuentro con el Señor no es posible.
Y es entonces cuando se da el combate. Sí, un combate a dos bandas: contra uno mismo, contra su razón (“la loca de la casa” que decía Santa Teresa), y contra el mundo, el pecado, la tentación del demonio. En ese combate diario, Dios sale triunfador por nosotros, si es que nosotros estamos dispuestos a ello, si lo aceptamos como Señor de nuestras vidas. Toda decisión implica su dificultad y la fe es una decisión, es decidir ponerse en manos del Señor para que nos conceda hacer su voluntad. ¡Claro que cuesta creer en un Dios al que no se le ve físicamente! Pero hay que gritar de lo profundo: ¡Quiero ver! ¡Quiero creer!
El Señor se nos muestra en la historia. A través de los acontecimientos nos habla. Esos acontecimientos son los signos de los que habla el cántico. Sólo el que tiene abiertos los ojos en su vida es consciente de ello. A pesar de que al hombre no se le oculta la acción divina, pues está en los libros de historia y la gran tradición que ha llegado hasta nuestros días y ha configurado nuestra cultura, no siempre el hombre reconoce en ello al Señor. Por eso también lo del combate, porque el demonio lucha por arrebatarnos esta verdad. Todo hombre tiene un encuentro con Dios, todos los días, pues en el fondo de nuestro corazón queda el signo de Aquel que nos ha creado, y todo en nosotros nos lleva a buscarlo. Otra cosa es que miremos o no a nuestro corazón y hagamos caso. El poder del Señor se nos hace presente todos los días.
Y ¿cuál es la mayor prueba del poder del Señor? La Creación. Por eso se alude al poder y la potencia de Dios sobre la Tierra, sobre el mar, sobre el caos del hombre. El triunfo sobre la muerte, sobre el sufrimiento.
Brota del alma entonces un reconocimiento a la obra de Dios, a su justicia que es distinta a la nuestra. Esa justicia que hace brotar de la muerte la vida, esa justicia que nos entregó a Jesucristo para nuestra redención. Como decía Juan Pablo II en una catequesis sobre este salmo, al final aparece una imagen preciosa de la primavera, atrás queda el desorden y el caos de una vida sin Dios (Audiencia general del miércoles 6 de marzo de 2002).
Ojalá este cántico a la Gracia de Dios se haga realidad en nuestras vidas para que demos testimonio de que el Señor es fuerte y está presente en medio de nosotros.