«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros”» (Jn 15,9-17).
Primicia de Juan es este relato evangélico que pone en labios de Jesús las palabras más bellas y consoladoras pronunciadas para felicidad de los hombres, al tiempo que nos entrega la llave maestra que abre las puertas de la vida, es decir, el amor. El amor que nace del Padre, y que fue la causa primera de la creación del mundo, el primer acto de amor conocido, el amor que se recrea y se esparce por toda la obra del Dios artesano. Y Jesús permanece en ese amor esencial después de hacerse hombre en el seno inmaculado de la Virgen María, porque para eso ha venido, para cumplir la voluntad del Padre. Si bien, cuando está pronunciando estas palabras en la sobremesa del Cenáculo con sus discípulos, todavía no se ha consumado de modo definitivo ese cumplimiento, todavía falta que Jesús pronuncie el “Hágase tu voluntad y no la mía”, que le atará a la cruz redentora y le llevará a una muerte afrentosa, y finalmente, al tercer día, en el día primero de la semana, al triunfo sobre la muerte y a la resurrección gloriosa.
Y este cumplimiento supremo, que entraña el mayor acto de amor, pues “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”, es causa para que el Hijo permanezca en el amor del Padre. Y ese mismo amor que Jesús recibe del Padre lo entrega ahora a sus discípulos con el mismo requisito de que cumplan los mandamientos que Él les enseñó.
¿Y cuál es la consecuencia de permanecer en el amor a Jesús? Esta es la consecuencia: “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.
Es decir, permanecer en el amor de Jesús es el camino de la alegría, y que esa alegría, además, sea plena, inmarcesible, insuperable, que nadie se la pueda arrebatar al cristiano, y que luego se prolongue en la bienaventuranza de la otra vida. Así, “el amor de Dios”, suprema fuente del amor, conduce directamente a “la alegría de Dios”. El seguimiento de Jesús no es, pues, una religión para tristes, es la vocación de los alegres, alegres enamorados, alegres amados, alegres que aman.
Y no importa las veces que nosotros faltemos a este amor que se nos pide y se nos da, porque siempre podemos estar seguros del otro amor, el de Jesús, que nunca nos fallará, porque es un amor infinito e incondicional. Y de esta suerte, como el hijo pródigo, llamaremos a las puertas del Padre misericordioso para que nos acoja en la debilidad, clamando: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Y nos acogerá en sus brazos.
Horacio Vázquez