Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado a la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. O ¿qué mujer que tiene diez monedas si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta” (San Lucas 15, 1-10).
COMENTARIO
Los fariseos de entonces, como no pocos católicos de hoy día, juzgaban a los demás y, reprobando su comportamiento, los excluían.
Jesús se muestra más bien partidario de la acogida.
Meditando sobre este Evangelio debemos destacar que la propuesta implícita del Señor es la de benevolencia absoluta ante el otro, sea cual sea su ideología, creencias y comportamiento, hasta el punto de sentir una enorme alegría cuando deja el mal camino.
Esta conversión, únicamente se puede lograr cuando la persona que lleva una mala vida, cualquiera que sea, se siente acogida, amada, respetada, no exigida; es decir, cuando para atraerla hacia el buen camino se sabe escucharla –que es mucho más que oírla- pues escuchar implica comprender sin juzgar, proponer de modo atractivo la verdad y dejar al otro en libertad para que la acepte o no, sin que de su decisión dependa el que podamos rechazarlo.
Esta misma libertad es la que nos da el Señor a todos los hombres. Él nos ama sin excepción alguna. Si esto es así, ¿quiénes somos nosotros para juzgar las acciones del prójimo, ningunear o, lo que es peor, aborrecer a algunos y terminar odiando a los que no son de nuestra cuerda?
Todos los que tengamos tendencia a ser inflexibles con los demás, exigentes en materia religiosa, intolerantes en la moral y las costumbres, somos invitados en este Evangelio a pedirle a Dios que nos cure la soberbia y nos conceda un corazón amante y misericordioso, acorde con el de Jesucristo, su Hijo.