En aquellos días, María se levantó y se puso en camino deprisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y levantando la voz, exclamó:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».Lc 1, 39-45
En el relato de Lucas se repite “Señor” dos veces (vv. 43 y 45): más que suficientes para hacernos ver que el mismo Dios que inició la Historia de Salvación por Amor ahora le proporciona impulso y sentido nuevos, a partir de la Anunciación (1,26-38), cosa visible a los pocos días de la misma (v. 39).
Dios y Señor son nombres intercambiables porque ambos traducen la voluntad del Padre en Cristo Jesús y por el Espíritu Santo, de que las cosas cambien en el mundo. Habría que añadir por medio de María, mostrada hoy por Lucas como portadora de esta Voluntad hecha uno de nosotros. De esto trata el Evangelio de hoy, de nosotros, porque el Señor del v. 43 y el Señor del v. 45 es Dios que “habla” y “cumple” lo que nos promete en María y a través de María. Lo apretado del mensaje de Lucas no le resta un ápice a su profundidad y riqueza.
El Dios de los padres entra en nuestra cotidianidad: María lleva a Isabel las primicias de una economía salvadora nueva. María es la madre del Señor, que comienza a viajar físicamente nuestro mismo viaje. Saber que Él es traído a nuestros afanes diarios por María es un consuelo inmenso; en Isabel estamos todos anhelando el Amor de Dios: “¡Ven Señor Jesús!”