«En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti”». (Jn 17, 1-11a)
San Juan nos ofrece esta tierna conversación entre el Padre y el Hijo. Dios, con Dios, para la eternidad. No existe el tiempo entre ellos —el tiempo solo existe a la medida de los hombres— son intemporales, coeternos, existían desde el principio, antes de que se hiciera la luz sobre el mundo. “Y ahora, glorifícame cerca de ti, con la gloria que tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese”.
La escena es emocionante, y Juan, inundado por la gracia del Espíritu Santo, se recrea en el momento sublime de este diálogo entre el Padre y el Hijo, entre “Dios Padre” y “Dios Hombre”, cuando todo se ha consumado y se han cumplido las Escrituras, después del misterio sublime de la Encarnación mortal de Dios en el seno de María, que asume plenamente al hombre en los planes divinos para el mundo, y de que Cristo, cumpliendo la voluntad del Padre, se haya subido a la Cruz redentora. Porque solo desde ella, desde el instrumento más cruel creado por el hombre para el sufrimiento humano, el Hijo sería escuchado por el Padre.
Ahora, se funden en el amor: “todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío”. Es la savia vivificante de la gracia redentora que se comunica al cuerpo místico de la Iglesia desde la herida sangrante del costado de Cristo, abriendo de par en par las puertas del cielo para todos los hombres.
Es también una oración de despedida que nos recuerda el cántico de Moisés en Deuteronomio 32, cuando el patriarca, próximo el fin de su vida, habla con el cielo. Y sobre todo y ante todo, es la oración sacerdotal por excelencia. Jesús, sacerdote del Altísimo y rey de Salén, figura de Melquesidec, entona la plegaria dirigida al Padre elevando los ojos al cielo. Y de alguna manera, glorificando al que lo envió, sigue las pautas maestras del Padrenuestro que nos entregó a los hombres como modelo de oración, y culmina, serenamente, la petición entonces angustiada de Getsemaní. Ahora, con la misión que le trajo al mundo ya cumplida, vuelve al Padre, y su plegaria es de perfecta comunión con él.
Y aquellos por los que pide, sus discípulos, están allí presentes; lo escuchan arrobados. Se ha dicho que su plegaria más parece un acto de revelación y de intercesión por aquellos que han recibido su palabra y la esparcirán por el mundo: “Te ruego por ellos, no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, y son tuyos”. Y sus discípulos no son únicamente los apóstoles que asisten a la escena, sino también todas las generaciones de cristianos seguidores suyos que han existido y existirán en el ancho mundo del Señor.
Aleluya.
Horacio Vázquez