Jesucristo es el beso por excelencia de Dios al hombre. El beso que nos rescata de las garras, revestidas de seducciones, del Acusador. Dios vierte su ungüento sobre toda la humanidad por medio de su Ungido. Él es el perfume de Dios que enloquece de amor a todas las almas que lo aspiran. Las enloquece de amor y también de gozo cumplido, ya que su fragancia tiene el poder de dar sentido de totalidad a todo lo creado y a todo el hacer del hombre.
La palabra catequesis se deriva del verbo griego “katajeo”, que significa verter, derramar de arriba hacia abajo. Dios vierte, derrama su gracia, la hace descender entre nosotros por medio de la Encarnación: el Hijo, que está en el Padre, se vierte sobre el hombre haciéndose Emmanuel, Dios con nosotros. Resucitado, vierte el Espíritu Santo sobre su Iglesia. Ya Israel cantaba proféticamente al Mesías en su misión de derramar la gracia por su boca, por su Palabra. Era eso lo que hacía de Él el más hermoso de los hombres (Sal 45,3).
En la misma línea vemos expresarse a la esposa del Cantar de los Cantares en la incomparable descripción que hace del amado de su alma, de quien dice que “sus labios son lirios que destilan mirra fluida” (Ct 5,13). Gracia, ungüento, mirra, sabiduría…, todos estos términos son sinónimos de la Palabra de vida que Dios pone en la boca del Mesías. Es justamente esto lo primero que ven en Él cuando “se estrenó” como el enviado del Padre, como el Mesías, ante los suyos en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-22). Recordemos el comentario de estos primeros judíos que le oyeron: “Todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc 4,22).
Aun así, cerraron sus oídos porque, como bien dijeron, no era sino el hijo del carpintero. ¿Cómo se puede ser tan perverso ante la evidencia? Pues sí. Se puede ser, y normalmente se es, pues somos maestros en esquivar a Dios. Se esquiva la conversión porque no la consideramos como buena para nuestras proyecciones. La salida en falso de los judíos de Nazaret no puede ser más pueril. ¡Si no es más que el hijo del carpintero! Pueriles también las razones con las que nos parapetamos ante un Dios que “no hace más que aguarnos la vida”.
Tu nombre es ungüento que se vierte, oímos una y otra vez a la esposa a quien imaginamos abriendo el cuenco de su alma a la divinidad que su Esposo le ofrece. Esposa que nos recuerda a aquella novia que se está preparando para sus desposorios con un rey. Me refiero al salmo 45 del que ya hemos entresacado tanta riqueza. Una vez que se ha presentado el Esposo, quien, como sabemos, es llamado “el más bello de los hombres”, el autor exhorta a la esposa a embellecerse a fin de cautivar a su Amado: “Escucha, hija, mira y pon atento el oído, olvida tu pueblo y la casa de tu padre, y el rey se prendará de tu belleza” (Sal 45,11-12).
Es una exhortación en orden a la belleza del alma: ¡Escucha, mira, pon atento el oído, ábrelo a tu Dios! Sus palabras de gracia, ungüento perfumado, mirra, sabiduría, son su patrimonio para ti, ¡ábrete a sus dones! ¡Llénate de ellos! Dios se prendará de la fragancia de tu alma, le cautivas con tal derroche de hermosura. Repuesto, como quien dice, del esplendor de tu alma, se acercará a ti y te dirá como a la esposa del Cantar de los Cantares: “¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente! Paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante” (Ct 2,13-14).
Antonio Pavía