“He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel, al país de los cananeos, de los hititas, de los amorreos, de los perizilas, de los jivitas y de los jebuseos” (Ex 3,8).
Continúa Dios hablando con Moisés. Digamos que todo este diálogo es un preámbulo preparatorio para la misión que le va a confiar. El texto que ahora veremos catequéticamente es de una belleza impresionante, algo que realmente nos conmueve en nuestro interior.
En la catequesis anterior leímos que Dios no era un Ser ausente de los problemas de su pueblo, y por ende de ningún hombre. Pudimos decir eso por su forma de referirse a Moisés: he visto, he oído, he conocido las tribulaciones de mi pueblo. Ahora da un paso más: He bajado para librarle.
Como es de rigor, hemos de actualizar la historia de Israel a la luz de nuestra vida, pues, como ya hemos dicho con frecuencia, no hay ninguna diferencia entre el corazón del pueblo santo y el nuestro en lo que respecta a carencias y debilidades.
Dicho esto, lo que dice Dios a Moisés, he bajado para librar a mi pueblo”, tiene un eco tan grande como bello en nuestro corazón, siempre tan dado y sujeto a banalidades que, justamente por ser contingentes y pasajeras, le dejan huérfano y desvalido. Propenso entonces a la amargura, tristeza, desesperación y soledad, de pronto nuestros oídos oyen algo inaudito que nos levanta de nuestro ensimismamiento paralizador: Yo, el Señor, he bajado para librarte, para amarte, vengo para estar contigo, para darte el aliento de vida eterna.
Recordemos que Dios dijo a Moisés que había bajado para librar a su pueblo y para subirle a una tierra que mana leche y miel. Recojamos, pues, estas palabras de Dios dirigidas al corazón cansado del hombre, tal y como las hemos escrito, y nos sale lo siguiente: Yo el Señor, he bajado para librarte y para subirte hacia mí.
Como una gran águila, nos dice el libro del Deuteronomio. Dios llevó a su pueblo en su plumaje y lo subió a la tierra que le había prometido: En tierra desierta le encuentra, en la soledad rugiente de la estepa. Y le envuelve, le sustenta, le cuida, como a la niña de sus ojos. Como un águila incita a su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así él despliega sus alas y le toma, y le lleva sobre su plumaje” (Dt 32,10-1 1).
Todo esto no es sino figura de lo definitivo. Dios, Dios mismo es quien baja y toma un cuerpo: Jesús de Nazaret. El Señor Jesús es quien baja y quien sube; viene del Padre y sube hacia El: Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre” (Jn 16,28).
Jesús es el Águila que nos describe Moisés en el libro del Deuteronomio. No emprende solo su vuelta al Padre. Como el águila con sus alas extendidas, Jesús, con sus brazos abiertos, nos atrae hacia El desde la cruz donde el Príncipe de este mundo es vencido: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraerá a todos hacia mí” (Jn 12,3 1-32).
Así pues, Jesús, el Hijo que baja, no sube solo hacia el Padre. Como dice san León Magno, El es la cabeza y nosotros el resto del cuerpo, por lo que nuestro destino último es juntarnos con la cabeza. El mismo Jesús así lo hizo saber a sus discípulos a lo largo de las catequesis que les impartió durante la última cena y que fueron recogidas por Juan.
Con ellos alrededor de la mesa, les anuncia su partida. Estos buenos hombres, tan buenos como débiles, no se lo pueden creer, les cuesta enormemente una separación que creen definitiva. La verdad es que no es que hayan sido muy honestos con El. Recordemos, por ejemplo, las veces que Jesús les da a conocer su pasión y muerte, y como que el asunto no iba con ellos; es más, no hacían sino discutir quién era el mayor, el más importante: ‘Poned en vuestros oídos estas palabras: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres… Se suscitó una discusión entre ellos sobre quién sería el mayor” (Le 9,44-46).
Sin embargo, le querían con todas sus fuerzas, por supuesto que sí, con todas sus fuerzas que eran… bien pocas; mucho menos que sus ansias de grandezas. Ya llegaría el tiempo en que le amarían con otra Fuerza, la del Espíritu Santo; y hasta podrían, como así lo hicieron, dar su vida por El.
Entre tanto ahí están, a su lado, tristes por su anunciada marcha. Jesús sabe de sus sentimientos, también El sufre la separación. En esto, la gran noticia: muchachos, he bajado del Padre por vosotros y para subiros conmigo hacia El. Subo ahora para prepararos vuestro lugar: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no. os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros”
(Jn 14,2-3).