Bajo la mirada escrutadora –afín a la de los patriarcas de Israel- de José, su marido, envuelve a Jesús, al Desconocido, al Salvador del mundo, con los jirones y desechos de su alma. Necesita dar un rostro, una dignidad, al ignorado y desechado, a quien, enviado por el Padre para ser el descanso de todas las almas, no ha tenido desde su nacimiento ni siquiera un lugar donde reposar su cabeza (Mt 8,20). El frío y la indiferencia de la humanidad, a quien viene a salvar y a rescatar, es mucho más lacerante que la gélida noche de Belén… María le abrazó y le envolvió entre las cálidas entretelas de su alma. Se catapulta entonces una historia de amor única entre Dios y ella. María se fortalece, se llena de divinidad al envolver con su cuerpo y su espíritu la Palabra hecha carne. Es como si la escondiera en su corazón, haciendo así presente y visible la garantía que confirma el sello de veracidad, de la fidelidad del hombre hacia Dios, tal y como lo preanunció el salmista: “Dentro del corazón he guardado tu Palabra, para no pecar contra ti” (Sl 119,11).
El gesto, como ya indicamos y hemos podido observar, tiene una riqueza catequética inmedible. Ante el peligro que le acecha -peligro de duda, desánimo, incertidumbre-, ante los planes y caminos de Dios tan novedosos como extraños para su mente, María, virgen sabia, vela como un vigía sobre la Palabra que tiene en su regazo y la protege. La guarda, la custodia como un centinela y la envuelve entre los pálpitos de su corazón y su espíritu. El desechado es acogido con calor. Lleva al Hijo, la Palabra del Padre, hasta el fondo de su ser, ahí donde no tiene cabida el tentador porque es la cámara sagrada y secreta donde el hombre conoce a Dios. Él mismo impide la entrada al Tentador. Es ese lugar secreto donde nadie puede arrebatar el gozo de la fe y de la fiesta, propio de los discípulos del Señor Jesús. Lugar que, al ser habitado por Dios, se convierte en santa Morada, Santuario y Lugar santo. Es así para ella y para todo discípulo del Señor Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
El gesto de María es y será por siempre un gesto de fe de primerísima actualidad. Es una actitud de madurez que implica proteger, no importa a qué precio, el Evangelio que un día recibimos con gozo. El haberlo recibido así, con esta alegre disposición de ánimo, no nos exime de la lucha y el combate de la fe. El Tentador se encarga de vanalizar hasta reducir a algo totalmente intrascendente, el anuncio evangélico, la buena noticia que en su día creímos válida para construir nuestra vida. Es por ello que la intensidad con que se guarda y custodia el Evangelio se erige en la medida de la intensidad de nuestro amor a Dios.
Como hemos dicho, el gesto de la joven madre muestra una actitud de madurez personal que implica proteger y custodiar incluso por encima de los propios proyectos, el Evangelio que un día acogimos esperanzados y que el Tentador intentará arrebatarnos. Su trabajo consiste en relativizar la buena noticia recibida, e incluso concienciarnos de forma que lleguemos a ver en ella un estorbo de cara a los proyectos de nuestra vida. Acerca de este trabajo de Satanás, Jesús nos dice: “Los que están a lo largo del camino donde se siembra la Palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, viene Satanás y se lleva la Palabra sembrada en ellos. De igual modo, los sembrados en terreno pedregoso son los que, al oír la Palabra, al punto la reciben con alegría…, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias les invaden y ahogan la Palabra, y queda sin fruto…” (Mc 4,15-20).
Volvemos al nacimiento del Hijo de Dios y seguimos el texto por donde lo habíamos dejado, es decir, que María lo envolvió en pañales. Leemos a continuación que unos pastores que estaban cuidando sus rebaños cerca del lugar, reciben la buena noticia del nacimiento del Salvador. Estos hombres se ponen inmediatamente en camino y, al llegar, se encontraron a María, José y también al niño acostado en un pesebre (Lc 2,11 y ss).
Por fin llegó el cortejo que Dios había preparado para dar la bienvenida a su Hijo. Por supuesto que no tenía nada que ver con el que ni José ni María habrían podido imaginar. En realidad, la bienvenida no tuvo mucho glamour. Tengamos en cuenta que los pastores en Israel eran considerados personas tan poco recomendables que no les era permitida la entrada en el Templo. ¿Dónde estaban los doctores de la Palabra que dieron la información a los sabios de oriente de que el Mesías nacería en Belén? (Mt 2,5). Se quedaron tranquilamente en Jereusalén rumiando con autocomplacencia su excelente formación…, pero no dieron un paso para ir al encuentro del Señor
Arrecia con toda su violencia la tempestad en el corazón y el espíritu de la madre. A la no comprensión, se sucede peligrosamente la sensación de escándalo. Una vez más –y así es la fe adulta- María tiene que entrar en el pensamiento insondable de Dios. ¿Cómo es posible hacerse un hueco en lo insondable? Lucas nos da una pista que ahora desarrollamos y que ya adelantamos al principio: “María guardaba todas estas cosas en su corazón”.
Antonio Pavía.