«En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el injusto dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro, quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”. Oyeron esto los fariseos, amigos del dinero, y se burlaban de él. Jesús les dijo: “Vosotros presumís de observantes delante de la gente, pero Dios os conoce por dentro. La arrogancia con los hombres Dios la detesta”». (Lc 16, 9-15)
«¡El dinero debe servir y no gobernar!», nos ha recordado el Papa Francisco en Evangelii gaudium, 58. En el Evangelio de hoy, la Palabra de Jesús viene a iluminar una de las dimensiones de la vida humana que más nos trae de cabeza a todos: la relación con el vil dinero. Ya decía el poeta Quevedo que «poderoso caballero, es Don Dinero». Se puede afirmar sin equivocarnos demasiado el siguiente lema: «Dime cómo vives y te diré a quién sirves». Es decir, qué lugar ocupa en tu corazón y en el esquema de tu vida el dinero, qué importancia le das. El mensaje de Jesús es muy claro y no deja lugar a dudas: «No se puede servir a dos amos: porque bien aborrecerás a uno y amarás al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero«. Se entiende con bastante claridad. Ahora bien, una vez escuchado este dicho del Señor, hemos de preguntarnos: ¿Y yo quién sirvo? ¿Quién es el Amo = Dueño de vida, de mis proyectos? ¿Dónde tengo puesto mi corazón? El modo de responder a estos interrogantes es muy sencillo y se discierne así: «Dime cómo vives y te diré a quién sirves» (para muestra un botón: los despilfarradores de las «tarjetas black» de Caja Madrid)
Si este discernimiento lo aplicamos en general a la sociedad, la respuesta es bien clara: el Amo, el Caballero, el Señor al que sirve la mayoría de la ciudadanía es Don Dinero. Parece, en estos momentos, que el único problema que nos preocupa es la crisis económica y no faltan razones para ello (escándalos de corrupción entre la clase política de todo tipo, despilfarro vergonzante de responsables de entidades financieras y bancarias, precariedad laboral, cerca de cinco millones de parados, futuro laboral incierto para las generaciones jóvenes, etc.). Si proyectamos la mirada a nuestros corazones y escarbamos un poco más profundamente detectamos que también nosotros estamos afectados por esta misma querencia o «virus» que lleva el nombre de «codicia»: hemos abandonado a Dios para servir a Don Dinero. Y cuando el corazón se inclina al primer Amo, es decir, a Don Dinero, se termina odiando al segundo; se acaba por rechazar a Dios como origen, fundamento y sentido último de nuestra existencia y el hombre se transforma en un idólatra, le pide la vida al dinero.
La raíz de todos los males —según San Pablo— está en «el amor al dinero” (1 Tim 6,10).Pero notemos algo: no dice que el dinero mismo sea la raíz de todos los males, sino “el amor al dinero”. Porque nuestro amor tiene que dirigirse a Dios y a los hombres, no a los bienes materiales. Existe, entonces, un peligro real en buscar acumular dinero y riquezas. Tanto así que Jesús nos advierte: “Yo os aseguro que un rico difícilmente entrará en el Reino de los Cielos” (Mt. 19, 23). Se refiere el Señor a esos ricos que aman tanto al dinero que lo prefieren a Dios. Concretamente Cristo estaba aludiendo al joven rico que no fue capaz de dejar su dinero y sus bienes para seguirlo a Él.
La Palabra de Dios de este sábado proyecta su luz sobre los bienes materiales: qué actitud debemos mantener los discípulos y cómo usarlos adecuadamente. La parábola del administrativo desaprensivo (Lc 16, 1-8), seguida de tres aplicaciones concretas (vv. 8-13) nos invitan hoy, seriamente, a plantearnos con toda lucidez, dónde tenemos puesto el corazón; para quién y cómo estamos trabajando; a quién estamos ofreciendo nuestra existencia. En relación con los bienes materiales, las riquezas, Jesús emplea tres verbos que iluminan y orientan las actitudes que debemos tener sus discípulos: renunciar, dar y vender. Para seguir a Jesús hay que estar dispuesto a renunciar a todos los bienes, tanto materiales (posesiones, riquezas) como afectivos (familia, amigos): «Cualquiera de vosotros que no renuncie a sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 33); no hay seguimiento del Señor sin renuncia; no se puede seguir a Jesús sin cargar con la Cruz.
El mensaje de Jesús, en este punto, no deja lugar a dudas y es clarísimo y determinante en su planteamiento: «No podéis servir a Dios y al dinero» (v. 13) porque uno de esos dos polos regirá necesariamente la existencia, el servicio a ambos es incompatible. Si uno se embarca en una búsqueda febril del dinero, que le subyuga y le esclaviza, no podrá dedicarse sincera y absolutamente al servicio de Dios ni del prójimo. El dinero se deifica, se convierte en ídolo, nos metaliza el alma y oscurece la conciencia moral. La interpelación al discípulo resuena con toda radicalidad: ¿Qué escoges? ¿A quién quieres servir?
Las riquezas pueden ser injustas o porque son mal adquiridas o porque son mal empleadas o por ambas cosas a la vez. Se nos llama a una reflexión de conciencia sobre la adquisición, uso, valoración y apego a las riquezas. Partiendo de un principio profundamente evangélico, «nadie puede servir a Dios y al dinero», Jesús nos lleva a descubrir nuestra verdadera actitud ante Dios. No hay verdadera libertad en el corazón humano si este está atrapado por la ambición y la codicia de acumular y servir la dinero. ¡El dinero debe servir y no gobernar nuestra vida! Hoy, Jesús nos hace un chequeo al corazón y nos pregunta: Tú, ¿a quién estás sirviendo? ¿A Dios o al Dinero?
Juan José Calles